“¡Fantasma!”, se dice en ocasiones a aquella persona que no es capaz de respaldar con hechos aquello que ha dicho y que conforma su identidad, su estatus, su superioridad –aquello de lo que presume con frecuencia, de lo que farda asiduamente–, como si se tratara de una quimera personificada, una ilusión premeditada, un reflejo distorsionado de lo real, o, por decirlo de manera más directa y concisa, un espejismo lamentable. Este descalificativo, que no suele ser bien recibido por aquella persona a quien se le atribuye, esta caracterización de fanfarrón (que bien pudiera incluso derivar en “fantasmón”, si fuera necesario), recae sobre quien no se presenta tal como él o ella misma se re-presenta a sí mismx. Así, este apelativo hace referencia explícita a una brecha entre lo que se dice que alguien es (lo que esta persona dice de sí, lo quiere hacer creer) y lo que es de manera genuina. El fantasma (o fantasmón) se manifiesta, por tanto, debido a una contradicción, fricción o engaño evidente entre el decir y el hacer. El fantasma emerge súbitamente al corroborarse este choque de relatos entre la tenue imagen que proyecta y el ejercicio de sus actos. Solo entonces se desvela fantasmáticamente su condición espectral. Gracias a esa reveladora yuxtaposición de testimonios, se le cae el velo de golpe.
Si nos fijamos bien, existe habitualmente en la persona que apela de tal manera (¡fantasma!) y señala con el dedo (usualmente con indignación, rechazo, aversión, enfado) una cierta convicción en cuanto a la naturaleza (espectral) y a la consideración moral y modal del supuesto “fantasma”: una profunda certeza del estatus (ilusorio y artificioso, en este caso) de quien aparece connotadx y enjuiciadx y cuyos supuestos actos y hechos (también sus dichos, su palabrería) son puestos en tela de juicio. Esto se debe en gran medida a que esta calificación mencionada viene suscitada, generalmente, por una emoción punzante, que brota después de un agravio progresivo, tras una serie de evidencias y testimonios fantasmales prolongados y recurrentes en el tiempo. Llega al fin el momento de acabar con la pantomima, de descorrer el telón y levantar el manto que cubría la fachada fantasmal.
“¡Fantasma, que eres un fantasma!”, podemos en ocasiones llegar a oír por parte de aquel que quiere quitar de una vez por todas la careta al susodicho fantasmagórico, con tal de que la audiencia sepa de una vez por todas de la naturaleza precisa de este ser espectral, quien en ningún caso hace lo que dice o, dicho de otro modo, quien proyecta una imagen que no es sino simulacro, apariencia, espectro evanescente. Esta fachada hiperreal del fantasma (o “fantasmón”, si se tratara de un caso exagerado) se desvanece al instante con la exclamación en voz alta de este calificativo, tan contundente y categórico. Se esfuma justo en el momento en que las personas del entorno del susodicho “fantasmita” (si nos produjera más pena y lástima que enojo e indignación), de repente ven resquebrajarse aquella imagen glamurosa, engalanada y vanidosa (simulacral, al fin y al cabo, puesto que pretendía suplantar a lo real e imponerse como vencedora) de quien decía aquello que no hacía, pretendiendo que este decir siguiese al ser —de tanto y tanto repetirlo—, sin ser en realidad el ser un siendo en gerundio.
Sucede en ocasiones que el fantasma, fantasmita o fantasmón no pierde su cualidad espectral y el simulacro materializa su profecía autocumplida (deviene más real que lo real, como dijera aquel filósofo francés), es decir, que nadie consigue desvelar su efectiva falsedad, que ninguno de sus parientes, amigos o enemigos es capaz de revelar su genuino estatus fantasmagórico, quedando entonces esta hiperrealidad de sus actos (esta mentira primigenia y provisional que pareciera no tener fin) fijada como imagen irrefutable de aquel o aquella, como sublimación mental y colectiva, compartida en el imaginario como una nebulosa concepción irrevocable que se extiende e impregna, que acaba por concebirse como íntegra, genuina, fiel y rigurosa. Sólo el fantasma sabe de su mentira en esos casos. Sólo el fantasmón sabe de su ilusión tramposa, ¡y muchas veces ni tan siquiera eso! Y es que un buen fantasma es el que es capaz de engañarse a sí mismo, de asustarse a sí mismo, de hacerse creer que es cierto aquello que no ve —que no hace, pero que dice—. Sólo el buen fantasma consigue hacer pasar la ingrávida sombra por sólido metal pesado y convencer de cualquier cosa al alma bondadosa.
Por el contrario, en caso de revertir el daño ocasionado y de ser capaz de desmentir aquella espectacular fachada, el ejercicio oral (o escrito, pues bien pudiera la enmienda ser epistolar, por ejemplo) de nombrar a alguien como fantasma (repito: existe la posibilidad de decidirse por fantasmón o fantasmita) muestra visible lo que permanecía invisible (o invisibilizado, mejor dicho), y pone de manifiesto epifánicamente una verdad encubierta, una esencia camuflada, disfrazada y adornada con palabrería y otras estrategias discursivas, estéticas y anestésicas. Sucede en tales momentos que se produce un cortocircuito, que se evidencia un contraste pronunciado entre lo que se conoce de alguien y lo se desconoce de este mismo: la distancia entre sus actitudes y sus aptitudes, entre su exposición y su disposición, entre la actuación y la acción. Así pues, “¡Fantasma!”, en tanto que proyectil terminológico vertido sobre alguien, dispara las sospechas, levanta los temores de quien antes no podía imaginarse la incoherencia e inconsistencia de lo aparentemente rígido, estable y consolidado de su fachada, que resulta ser en cambio de una materialidad mucho más imprecisa, de una ontología bastarda: endeble, liviana, frágil, gaseosa, humeante e inasible, como los espectros que pululan al anochecer, que van y vienen por doquier en la nocturnidad, fugaces y ágiles, pero de los cuales no encontramos más tarde ningún rastro, ninguna pista, huella o prueba al correr la cortina a la mañana siguiente. Vaya decepción, menuda frustración… Es justamente entonces, cuando nos damos cuenta de la pantomima fantasmal –del trampantojo identitario, del palimpsesto hecho persona, del espectro en carne y hueso–, que resulta justo y necesario llamar a las cosas por su nombre para evitar que otrxs caigan en la misma trampa. Será importante señalar al ser brumoso, petulante y pululante con agudeza y precisión. Urge no tardar en exclamar: ¡fantasma! ¡fantasmón! ¡fantasmita!
“¡Fantasma!”, se dice en ocasiones a aquella persona que no es capaz de respaldar con hechos aquello que ha dicho y que conforma su identidad, su estatus, su superioridad –aquello de lo que presume con frecuencia, de lo que farda asiduamente–, como si se tratara de una quimera personificada, una ilusión premeditada, un reflejo distorsionado de lo real, o, por decirlo de manera más directa y concisa, un espejismo lamentable. Este descalificativo, que no suele ser bien recibido por aquella persona a quien se le atribuye, esta caracterización de fanfarrón (que bien pudiera incluso derivar en “fantasmón”, si fuera necesario), recae sobre quien no se presenta tal como él o ella misma se re-presenta a sí mismx. Así, este apelativo hace referencia explícita a una brecha entre lo que se dice que alguien es (lo que esta persona dice de sí, lo quiere hacer creer) y lo que es de manera genuina. El fantasma (o fantasmón) se manifiesta, por tanto, debido a una contradicción, fricción o engaño evidente entre el decir y el hacer. El fantasma emerge súbitamente al corroborarse este choque de relatos entre la tenue imagen que proyecta y el ejercicio de sus actos. Solo entonces se desvela fantasmáticamente su condición espectral. Gracias a esa reveladora yuxtaposición de testimonios, se le cae el velo de golpe.
Si nos fijamos bien, existe habitualmente en la persona que apela de tal manera (¡fantasma!) y señala con el dedo (usualmente con indignación, rechazo, aversión, enfado) una cierta convicción en cuanto a la naturaleza (espectral) y a la consideración moral y modal del supuesto “fantasma”: una profunda certeza del estatus (ilusorio y artificioso, en este caso) de quien aparece connotadx y enjuiciadx y cuyos supuestos actos y hechos (también sus dichos, su palabrería) son puestos en tela de juicio. Esto se debe en gran medida a que esta calificación mencionada viene suscitada, generalmente, por una emoción punzante, que brota después de un agravio progresivo, tras una serie de evidencias y testimonios fantasmales prolongados y recurrentes en el tiempo. Llega al fin el momento de acabar con la pantomima, de descorrer el telón y levantar el manto que cubría la fachada fantasmal.
“¡Fantasma, que eres un fantasma!”, podemos en ocasiones llegar a oír por parte de aquel que quiere quitar de una vez por todas la careta al susodicho fantasmagórico, con tal de que la audiencia sepa de una vez por todas de la naturaleza precisa de este ser espectral, quien en ningún caso hace lo que dice o, dicho de otro modo, quien proyecta una imagen que no es sino simulacro, apariencia, espectro evanescente. Esta fachada hiperreal del fantasma (o “fantasmón”, si se tratara de un caso exagerado) se desvanece al instante con la exclamación en voz alta de este calificativo, tan contundente y categórico. Se esfuma justo en el momento en que las personas del entorno del susodicho “fantasmita” (si nos produjera más pena y lástima que enojo e indignación), de repente ven resquebrajarse aquella imagen glamurosa, engalanada y vanidosa (simulacral, al fin y al cabo, puesto que pretendía suplantar a lo real e imponerse como vencedora) de quien decía aquello que no hacía, pretendiendo que este decir siguiese al ser —de tanto y tanto repetirlo—, sin ser en realidad el ser un siendo en gerundio.
Sucede en ocasiones que el fantasma, fantasmita o fantasmón no pierde su cualidad espectral y el simulacro materializa su profecía autocumplida (deviene más real que lo real, como dijera aquel filósofo francés), es decir, que nadie consigue desvelar su efectiva falsedad, que ninguno de sus parientes, amigos o enemigos es capaz de revelar su genuino estatus fantasmagórico, quedando entonces esta hiperrealidad de sus actos (esta mentira primigenia y provisional que pareciera no tener fin) fijada como imagen irrefutable de aquel o aquella, como sublimación mental y colectiva, compartida en el imaginario como una nebulosa concepción irrevocable que se extiende e impregna, que acaba por concebirse como íntegra, genuina, fiel y rigurosa. Sólo el fantasma sabe de su mentira en esos casos. Sólo el fantasmón sabe de su ilusión tramposa, ¡y muchas veces ni tan siquiera eso! Y es que un buen fantasma es el que es capaz de engañarse a sí mismo, de asustarse a sí mismo, de hacerse creer que es cierto aquello que no ve —que no hace, pero que dice—. Sólo el buen fantasma consigue hacer pasar la ingrávida sombra por sólido metal pesado y convencer de cualquier cosa al alma bondadosa.
Por el contrario, en caso de revertir el daño ocasionado y de ser capaz de desmentir aquella espectacular fachada, el ejercicio oral (o escrito, pues bien pudiera la enmienda ser epistolar, por ejemplo) de nombrar a alguien como fantasma (repito: existe la posibilidad de decidirse por fantasmón o fantasmita) muestra visible lo que permanecía invisible (o invisibilizado, mejor dicho), y pone de manifiesto epifánicamente una verdad encubierta, una esencia camuflada, disfrazada y adornada con palabrería y otras estrategias discursivas, estéticas y anestésicas. Sucede en tales momentos que se produce un cortocircuito, que se evidencia un contraste pronunciado entre lo que se conoce de alguien y lo se desconoce de este mismo: la distancia entre sus actitudes y sus aptitudes, entre su exposición y su disposición, entre la actuación y la acción. Así pues, “¡Fantasma!”, en tanto que proyectil terminológico vertido sobre alguien, dispara las sospechas, levanta los temores de quien antes no podía imaginarse la incoherencia e inconsistencia de lo aparentemente rígido, estable y consolidado de su fachada, que resulta ser en cambio de una materialidad mucho más imprecisa, de una ontología bastarda: endeble, liviana, frágil, gaseosa, humeante e inasible, como los espectros que pululan al anochecer, que van y vienen por doquier en la nocturnidad, fugaces y ágiles, pero de los cuales no encontramos más tarde ningún rastro, ninguna pista, huella o prueba al correr la cortina a la mañana siguiente. Vaya decepción, menuda frustración… Es justamente entonces, cuando nos damos cuenta de la pantomima fantasmal –del trampantojo identitario, del palimpsesto hecho persona, del espectro en carne y hueso–, que resulta justo y necesario llamar a las cosas por su nombre para evitar que otrxs caigan en la misma trampa. Será importante señalar al ser brumoso, petulante y pululante con agudeza y precisión. Urge no tardar en exclamar: ¡fantasma! ¡fantasmón! ¡fantasmita!