El fantasma es una ausencia que, no obstante, se hace presente. Detengámonos un momento, no vayamos tan rápido. Y es que, quizás –solo quizás– no quepa hablar de ausencia ni de presencia; quizás ya no, nunca más, no por ahora, desde luego no tan categóricamente. Volvamos a empezar, con otras palabras esta vez. Sobre la naturaleza del fantasma podemos decir que este representa y materializa una contradicción aparentemente irresoluble, una existencia contra natura y escurridiza, una forma de vida casi impensable para nosotrxs. Esto es, el fantasma evoca lo que ya no está pero continúa estando, por decirlo de alguna forma.
Vayamos un paso más allá: el fantasma resulta ser, la mayoría de las veces, un signo o metáfora de lo reprimido que vuelve. Esto es, el fantasma fue, en el pasado, de una forma que no es, en el presente (cuando sigue siendo). El fantasma es, también, aquello que se niega a desaparecer, precisamente porque no acaba de conocerse o de comprenderse bien (quizás de ahí la dificultad de su clausura epistémica; quizás a ello se deba la resistencia a una rígida definición, su aversión a una completa conceptualización, al menos en los términos habituales de nuestro habla, de nuestra forma de teorizar y nombrar las cosas). Así, si algo podemos decir con certeza del fantasma es que este se escurre del decir, se escabulle y nos lo pone difícil: nos pone trabas en su persecución, en su búsqueda y captura. No es un ejercicio sencillo sino riesgoso el acto de aproximarnos a los espectros para hablar con ellos, para atenderlos en la oscuridad y acercarnos amistosamente, por lo que será tentativo, como caminar entre las sombras, a tientas y sin excesivas certezas, palpando con cautela para hallar una forma, un gesto, un movimiento, un pliego, un atisbo de concreción.
Volvamos a la pregunta por el fantasma. Se nos ha dicho tradicionalmente, en películas, novelas y demás productos culturales, que los fantasmas suceden a los vivos cuando estos mueren, que los espectros aparecen cuando deja de haber vida, es decir, que son dobles de las cosas que fueron pero sin el cuerpo original. Esta no es la verdadera, completa y entera naturaleza de la fantasmagoría. El espectro, el fantasma, puede definirse, en cierto modo, como una estrategia conceptual para entender y estudiar aquello que nuestro bagaje conceptual y filosófico, nuestro vademécum teórico, no concibe ni permite –ni tan siquiera imagina o desea imaginar–, alterando la linealidad temporal y la compartimentación espacial. Pensar lo fantasmal consiste, de esta forma, y ante todo, en una traición a la tradición del pensamiento occidental: una dislocación de las coordenadas convencionales del ser, el estar, el existir (la ontología y epistemología clásicas). Pensar lo fantasmal y comprometerse con sus premisas e implicaciones éticas, estéticas, políticas, epistemológicas y/o históricas supone un giro significativo en la forma de hacer filosofía. Se hablará, por tanto, del “giro espectral” o “spectral turn”, para hacer referencia a este viraje acontecido a partir de la última década del siglo pasado, pero sobre todo a partir de inicios de nuestro siglo XXI (llevado a cabo en el ámbito de las ciencias humanas y sociales), cuando se multiplicaron por cientos los ensayos y productos culturales alrededor de fantasmas.De la mano de Jacques Derrida y su famoso Spectres of Marx (1993), entre muchos otros, los fantasmas dejan en este contexto de ser vistos “como algo oscurantista y se convierten, en cambio, en una figura clarificadora con un potencial específicamente ético y político”, como el propio filósofo francés apuntaría.
Más concretamente, por tratar de aterrizar esta idea o forma de existencia singular (fantasmal), podemos lanzar un planteamiento que quizás resulte tan obvio como útil a la hora de hablar de espectros: el fantasma atraviesa el tiempo y el espacio; traspasa muros y fronteras; viaja desde el futuro o retorna del pasado. Consiste en un ente intempestivo: un ser que no está –todavía–, que se acaba de ir –¡lástima!–, que siempre llega antes de tiempo o demasiado tarde –a contratiempo–. De este nunca podemos decirlo todo, ni verlo o comprenderlo por entero.
Su manera de habitar el mundo no es la de la presencia (al modo en que la concebimos usualmente al menos), sino la del asedio (el haunting). Así pues, cuando irrumpe en el hogar, o en una institución, no llega (o sale) dando un portazo, sino que se manifiesta a través de la inquietante expresión de lo siniestro, con el rostro impreciso del desconcierto, de lo desazonador y angustiante. No estaba invitado a la cita. De esta forma, convocar genuinamente a un fantasma, es decir, llamar y/o escuchar a los espectros, no es tarea fácil. Pero siempre se puede intentar, claro. Volvamos la vista atrás.
En la antigüedad clásica, cuando se referían a los fantasmas como eidola, estos eran entes póstumos que se aparecían en vida; seres que, a pesar de haber fallecido tiempo atrás, estaban entre los vivos (o mejor dicho, permanecía entre ellos). Así, por ejemplo, cuando en la muerte de Patroclo a manos de Héctor ante las murallas de Troya se le presenta el eidolon, este le habla, le pide, le requiere cosas. Más tarde, en la Edad Media, se rompería con esta forma de relación con los fantasmas y se comienza a percibir a partir de ese momento como herético el decir que los vivos y los muertos conviven juntos. De este modo, cuando Hamlet se confronta con el fantasma de su padre, lo recibe con terror y estupefacción, pronunciando la tan célebre frase: “The time is out of joint”, traducida como “El tiempo está fuera de quicio” o “El tiempo está dislocado”. A la que le sigue una afirmación tan sugerente como a menudo olvidada: “¡Oh suerte maldita / que ha querido que yo nazca para recomponerlo”.
El fantasma es una ausencia que, no obstante, se hace presente. Detengámonos un momento, no vayamos tan rápido. Y es que, quizás –solo quizás– no quepa hablar de ausencia ni de presencia; quizás ya no, nunca más, no por ahora, desde luego no tan categóricamente. Volvamos a empezar, con otras palabras esta vez. Sobre la naturaleza del fantasma podemos decir que este representa y materializa una contradicción aparentemente irresoluble, una existencia contra natura y escurridiza, una forma de vida casi impensable para nosotrxs. Esto es, el fantasma evoca lo que ya no está pero continúa estando, por decirlo de alguna forma.
Vayamos un paso más allá: el fantasma resulta ser, la mayoría de las veces, un signo o metáfora de lo reprimido que vuelve. Esto es, el fantasma fue, en el pasado, de una forma que no es, en el presente (cuando sigue siendo). El fantasma es, también, aquello que se niega a desaparecer, precisamente porque no acaba de conocerse o de comprenderse bien (quizás de ahí la dificultad de su clausura epistémica; quizás a ello se deba la resistencia a una rígida definición, su aversión a una completa conceptualización, al menos en los términos habituales de nuestro habla, de nuestra forma de teorizar y nombrar las cosas). Así, si algo podemos decir con certeza del fantasma es que este se escurre del decir, se escabulle y nos lo pone difícil: nos pone trabas en su persecución, en su búsqueda y captura. No es un ejercicio sencillo sino riesgoso el acto de aproximarnos a los espectros para hablar con ellos, para atenderlos en la oscuridad y acercarnos amistosamente, por lo que será tentativo, como caminar entre las sombras, a tientas y sin excesivas certezas, palpando con cautela para hallar una forma, un gesto, un movimiento, un pliego, un atisbo de concreción.
Volvamos a la pregunta por el fantasma. Se nos ha dicho tradicionalmente, en películas, novelas y demás productos culturales, que los fantasmas suceden a los vivos cuando estos mueren, que los espectros aparecen cuando deja de haber vida, es decir, que son dobles de las cosas que fueron pero sin el cuerpo original. Esta no es la verdadera, completa y entera naturaleza de la fantasmagoría. El espectro, el fantasma, puede definirse, en cierto modo, como una estrategia conceptual para entender y estudiar aquello que nuestro bagaje conceptual y filosófico, nuestro vademécum teórico, no concibe ni permite –ni tan siquiera imagina o desea imaginar–, alterando la linealidad temporal y la compartimentación espacial. Pensar lo fantasmal consiste, de esta forma, y ante todo, en una traición a la tradición del pensamiento occidental: una dislocación de las coordenadas convencionales del ser, el estar, el existir (la ontología y epistemología clásicas). Pensar lo fantasmal y comprometerse con sus premisas e implicaciones éticas, estéticas, políticas, epistemológicas y/o históricas supone un giro significativo en la forma de hacer filosofía. Se hablará, por tanto, del “giro espectral” o “spectral turn”, para hacer referencia a este viraje acontecido a partir de la última década del siglo pasado, pero sobre todo a partir de inicios de nuestro siglo XXI (llevado a cabo en el ámbito de las ciencias humanas y sociales), cuando se multiplicaron por cientos los ensayos y productos culturales alrededor de fantasmas.De la mano de Jacques Derrida y su famoso Spectres of Marx (1993), entre muchos otros, los fantasmas dejan en este contexto de ser vistos “como algo oscurantista y se convierten, en cambio, en una figura clarificadora con un potencial específicamente ético y político”, como el propio filósofo francés apuntaría.
Más concretamente, por tratar de aterrizar esta idea o forma de existencia singular (fantasmal), podemos lanzar un planteamiento que quizás resulte tan obvio como útil a la hora de hablar de espectros: el fantasma atraviesa el tiempo y el espacio; traspasa muros y fronteras; viaja desde el futuro o retorna del pasado. Consiste en un ente intempestivo: un ser que no está –todavía–, que se acaba de ir –¡lástima!–, que siempre llega antes de tiempo o demasiado tarde –a contratiempo–. De este nunca podemos decirlo todo, ni verlo o comprenderlo por entero.
Su manera de habitar el mundo no es la de la presencia (al modo en que la concebimos usualmente al menos), sino la del asedio (el haunting). Así pues, cuando irrumpe en el hogar, o en una institución, no llega (o sale) dando un portazo, sino que se manifiesta a través de la inquietante expresión de lo siniestro, con el rostro impreciso del desconcierto, de lo desazonador y angustiante. No estaba invitado a la cita. De esta forma, convocar genuinamente a un fantasma, es decir, llamar y/o escuchar a los espectros, no es tarea fácil. Pero siempre se puede intentar, claro. Volvamos la vista atrás.
En la antigüedad clásica, cuando se referían a los fantasmas como eidola, estos eran entes póstumos que se aparecían en vida; seres que, a pesar de haber fallecido tiempo atrás, estaban entre los vivos (o mejor dicho, permanecía entre ellos). Así, por ejemplo, cuando en la muerte de Patroclo a manos de Héctor ante las murallas de Troya se le presenta el eidolon, este le habla, le pide, le requiere cosas. Más tarde, en la Edad Media, se rompería con esta forma de relación con los fantasmas y se comienza a percibir a partir de ese momento como herético el decir que los vivos y los muertos conviven juntos. De este modo, cuando Hamlet se confronta con el fantasma de su padre, lo recibe con terror y estupefacción, pronunciando la tan célebre frase: “The time is out of joint”, traducida como “El tiempo está fuera de quicio” o “El tiempo está dislocado”. A la que le sigue una afirmación tan sugerente como a menudo olvidada: “¡Oh suerte maldita / que ha querido que yo nazca para recomponerlo”.