Habitualmente, la ciudad es el escenario elegido por los monstruos más famosos de la mitología fílmica para desplegar sobre ella su rabia y demostrar su capacidad destructiva. En la pantalla no resulta raro encontrar a mutantes, a enormes lagartos, a mamíferos desproporcionados y a extraterrestres de todo tipo asolando las indefensas metrópolis de un planeta sorprendido por la fuerza y la violencia de un ser sobrenatural. La urbe asume entonces el papel de víctima indefensa ante las acciones de un mal virulento, irracional y completamente descontrolado.
No obstante, desde hace ya varios años, quizá infectada por el mordisco radioactivo de alguno de sus invasores, o quizá por pura y simple imitación, la ciudad ha ido abandonando su condición de atrezzo y su pasividad indiferente ante el abuso. Poco a poco, la metrópolis, tras décadas de contemplación y cientos de cicatrices, ha asimilado las lógicas y los comportamientos de los monstruos que la asaltaban en la ficción. Con esfuerzo y dedicación, se ha convertido en una bestia del calibre de sus invasores. La urbe se ha llenado de dientes afilados y sus calles se han recubierto con escamas de hormigón armado. Ya nada es blando en la ciudad Godzilla.
El terror ya no necesita de invitados o de complicados malabares de CGI para actuar sobre el horizonte de la metrópolis. El miedo, la explosión y la explotación ocupan y definen las calles de la urbe. La ciudad ya no sufre por la acción catastrófica de una enorme bestia de 25 metros dispuesta a dejar a los ciudadanos sin casa, sin parques, sin plazas o sin avenidas. De alguna manera, es la propia urbe quien ha conseguido el mismo resultado que el monstruo, pero esta vez sin tanto ruido, sin tantos escombros, sin tantas ruinas y sin tanta retórica. La ciudad ha cobrado conciencia y se está vengando.
Bajo la mirada atónita de los vecinos, el callejero de la metrópolis, como si de un proceso infeccioso se tratara, ha comenzado a perder arena, árboles, bancos y espacio. La epidermis de la ciudad registra la conversión en monstruo de lo que antes era otra cosa. Todo se endurece y el discurso oportunista del cambio, sucede la violencia. El diseño hostil bloquea bordillos y umbrales; los aparcamientos subterráneos aniquilan raíces y secan riachuelos; todo se llena de tornos de acceso. La deriva resulta entonces obligada, ni política, ni elegida: obligada. El movimiento es una condición forzosa de la nueva metrópolis que sentencia al paseo permanente a quien ha desposeído de espacios compartidos.
A pesar de lo imaginativo de esta tesis —la conversión en monstruo mutante de la ciudad—, este relato parece estar compartido por una parte sustancial de ciudadanos, medios y grupos políticos. Ante la pregunta que cuestiona el devenir inhumano de la urbe, todos parecen tener una única respuesta: “qué tontería de duda, está bien claro, la ciudad está mutando”. Bajo este discurso, la metrópolis es definida como un organismo vivo, con sus arterias y sus ritmos, un organismo que cambia aparentemente sin demasiado control. Las cosas parecen simplemente suceder: no hay mucha explicación posible en el comportamiento de esta especie rara que es la urbe. Asimismo, en este momento de subidas de alquiler, escasez de suelo y proyectos metropolitanos megalómanos y desquiciados, el único motivo que justifica esta incomodidad debe ser algo propio de la ficción. Lo que antes no pinchaba ahora si lo hace; lo que antes no arañaba ahora si lo hace; lo que antes no mordía ahora si lo hace. Esto solo puede responder a un proceso de transformación mutante: lo que antes era algo reconocible ahora es un monstruo.
Sin embargo, resulta cuanto menos capcioso confirmar la conversión de la ciudad a través de la enumeración de los instrumentos resultantes del proceso de cambio. Quizá —seguro— el crimen es previo. Quizá —seguro— la ciudad no está tan viva.
Contar la historia de la propiedad privada desde la invención de la cerradura o contar la historia del hurto desde la invención del bolsillo trae como resultado relatos igual de engañosos que los párrafos previos. El rico no es rico por poder cerrar una puerta con llave, ni el ladrón roba por el hecho de poder ocultar el botín. La ciudad, en cambio, es percibida como un ente orgánico sin agentes que la definan ni instituciones que la dirijan. Por algún motivo, los elementos violentos de la urbe simplemente aparecen. Nadie ni nada es responsable. Nadie ni nada los ha edificado. Nadie ni nada los ha diseñado. Es entonces cuando se componen genealogías y tesis alrededor del banco separado que impide la siesta del mendigo, de los skatestopers que dificultan el disfrute del patinador o de las plazas hormigonadas que hacen desaparecer las sombras del espacio público. Esto, a pesar de su importancia, resulta un error de análisis. El crimen, como lo popular, siempre va por debajo, siempre ocupa otras lógicas de visibilidad. Es quien alimenta a la bestia y no los dientes del animal lo que debería importar. Pero localizar lo oculto no es tarea fácil ya que estos sujetos e instituciones ocupan de manera comprometida la más permanente opacidad.
No obstante, a veces, si se tiene suerte, se puede presenciar cómo estos agentes patinan. A veces, tropiezan y dejan ver sus firmas en proyectos, sus caras en anuncios y sus voces en declaraciones mediáticas. A veces, revelan torpemente el éxito de su estrategia para llevar a cabo una limpieza étnica del barrio de Lavapiés. A veces, anuncian antes de tiempo sus proyectos de privatización descarnados de la Plaza de España de Sevilla. A veces, la bestia se difumina dejando paso al verdadero actor del cambio.
En realidad, y contrariando la tesis hasta ahora planteada, la ciudad-monstruo, tan popular en tertulias matutinas, programas políticos y conversaciones de terraza, al igual que el millonario que se hizo rico por poseer una caja fuerte donde guardar su riqueza heredada, o el ladrón que roba por el mero hecho de tener bolsillos, no existe. La ciudad-monstruo es una herramienta de discurso que reconoce un problema mientras maquilla y naturaliza el origen del conflicto presentando como orgánico e inaccesible un conflicto con archivos, nombres, apellidos e historia rastreable. Reconocer la herida pretende ocultar el cuchillo.
Habitualmente, la ciudad es el escenario elegido por los monstruos más famosos de la mitología fílmica para desplegar sobre ella su rabia y demostrar su capacidad destructiva. En la pantalla no resulta raro encontrar a mutantes, a enormes lagartos, a mamíferos desproporcionados y a extraterrestres de todo tipo asolando las indefensas metrópolis de un planeta sorprendido por la fuerza y la violencia de un ser sobrenatural. La urbe asume entonces el papel de víctima indefensa ante las acciones de un mal virulento, irracional y completamente descontrolado.
No obstante, desde hace ya varios años, quizá infectada por el mordisco radioactivo de alguno de sus invasores, o quizá por pura y simple imitación, la ciudad ha ido abandonando su condición de atrezzo y su pasividad indiferente ante el abuso. Poco a poco, la metrópolis, tras décadas de contemplación y cientos de cicatrices, ha asimilado las lógicas y los comportamientos de los monstruos que la asaltaban en la ficción. Con esfuerzo y dedicación, se ha convertido en una bestia del calibre de sus invasores. La urbe se ha llenado de dientes afilados y sus calles se han recubierto con escamas de hormigón armado. Ya nada es blando en la ciudad Godzilla.
El terror ya no necesita de invitados o de complicados malabares de CGI para actuar sobre el horizonte de la metrópolis. El miedo, la explosión y la explotación ocupan y definen las calles de la urbe. La ciudad ya no sufre por la acción catastrófica de una enorme bestia de 25 metros dispuesta a dejar a los ciudadanos sin casa, sin parques, sin plazas o sin avenidas. De alguna manera, es la propia urbe quien ha conseguido el mismo resultado que el monstruo, pero esta vez sin tanto ruido, sin tantos escombros, sin tantas ruinas y sin tanta retórica. La ciudad ha cobrado conciencia y se está vengando.
Bajo la mirada atónita de los vecinos, el callejero de la metrópolis, como si de un proceso infeccioso se tratara, ha comenzado a perder arena, árboles, bancos y espacio. La epidermis de la ciudad registra la conversión en monstruo de lo que antes era otra cosa. Todo se endurece y el discurso oportunista del cambio, sucede la violencia. El diseño hostil bloquea bordillos y umbrales; los aparcamientos subterráneos aniquilan raíces y secan riachuelos; todo se llena de tornos de acceso. La deriva resulta entonces obligada, ni política, ni elegida: obligada. El movimiento es una condición forzosa de la nueva metrópolis que sentencia al paseo permanente a quien ha desposeído de espacios compartidos.
A pesar de lo imaginativo de esta tesis —la conversión en monstruo mutante de la ciudad—, este relato parece estar compartido por una parte sustancial de ciudadanos, medios y grupos políticos. Ante la pregunta que cuestiona el devenir inhumano de la urbe, todos parecen tener una única respuesta: “qué tontería de duda, está bien claro, la ciudad está mutando”. Bajo este discurso, la metrópolis es definida como un organismo vivo, con sus arterias y sus ritmos, un organismo que cambia aparentemente sin demasiado control. Las cosas parecen simplemente suceder: no hay mucha explicación posible en el comportamiento de esta especie rara que es la urbe. Asimismo, en este momento de subidas de alquiler, escasez de suelo y proyectos metropolitanos megalómanos y desquiciados, el único motivo que justifica esta incomodidad debe ser algo propio de la ficción. Lo que antes no pinchaba ahora si lo hace; lo que antes no arañaba ahora si lo hace; lo que antes no mordía ahora si lo hace. Esto solo puede responder a un proceso de transformación mutante: lo que antes era algo reconocible ahora es un monstruo.
Sin embargo, resulta cuanto menos capcioso confirmar la conversión de la ciudad a través de la enumeración de los instrumentos resultantes del proceso de cambio. Quizá —seguro— el crimen es previo. Quizá —seguro— la ciudad no está tan viva.
Contar la historia de la propiedad privada desde la invención de la cerradura o contar la historia del hurto desde la invención del bolsillo trae como resultado relatos igual de engañosos que los párrafos previos. El rico no es rico por poder cerrar una puerta con llave, ni el ladrón roba por el hecho de poder ocultar el botín. La ciudad, en cambio, es percibida como un ente orgánico sin agentes que la definan ni instituciones que la dirijan. Por algún motivo, los elementos violentos de la urbe simplemente aparecen. Nadie ni nada es responsable. Nadie ni nada los ha edificado. Nadie ni nada los ha diseñado. Es entonces cuando se componen genealogías y tesis alrededor del banco separado que impide la siesta del mendigo, de los skatestopers que dificultan el disfrute del patinador o de las plazas hormigonadas que hacen desaparecer las sombras del espacio público. Esto, a pesar de su importancia, resulta un error de análisis. El crimen, como lo popular, siempre va por debajo, siempre ocupa otras lógicas de visibilidad. Es quien alimenta a la bestia y no los dientes del animal lo que debería importar. Pero localizar lo oculto no es tarea fácil ya que estos sujetos e instituciones ocupan de manera comprometida la más permanente opacidad.
No obstante, a veces, si se tiene suerte, se puede presenciar cómo estos agentes patinan. A veces, tropiezan y dejan ver sus firmas en proyectos, sus caras en anuncios y sus voces en declaraciones mediáticas. A veces, revelan torpemente el éxito de su estrategia para llevar a cabo una limpieza étnica del barrio de Lavapiés. A veces, anuncian antes de tiempo sus proyectos de privatización descarnados de la Plaza de España de Sevilla. A veces, la bestia se difumina dejando paso al verdadero actor del cambio.
En realidad, y contrariando la tesis hasta ahora planteada, la ciudad-monstruo, tan popular en tertulias matutinas, programas políticos y conversaciones de terraza, al igual que el millonario que se hizo rico por poseer una caja fuerte donde guardar su riqueza heredada, o el ladrón que roba por el mero hecho de tener bolsillos, no existe. La ciudad-monstruo es una herramienta de discurso que reconoce un problema mientras maquilla y naturaliza el origen del conflicto presentando como orgánico e inaccesible un conflicto con archivos, nombres, apellidos e historia rastreable. Reconocer la herida pretende ocultar el cuchillo.