Todos esos monstruitos que viste en urvanity. ¿Te acuerdas? No sé si te acuerdas. Creo que no te acuerdas. Pasaste de largo como quien no quiere la cosa. Como quien recibe un susto con indiferencia, humillando al asustador que queda relegado a una posición patética. ¿Sabes de lo que hablo? Ibas con la cerveza en la mano derecha, te habías tomado un bloody mary hacía unos minutos y mirabas distraídamente a tu alrededor. Te importaban poco las obras, poco las personas: te había poseído ‘el ambiente’; esa amalgama de cuerpos, aromas, sudores, luces y música tecno que incita a permanecer en movimiento, de aquí para allá. Buscabas, en todo caso, en ese espacio de frenesí y monstruosidades de buen gusto, una cara conocida, un gesto grotesco, una risotada; estabas al acecho de algo fuera de lo común en aquel no-lugar de rostros habituados al esperpento galerístico –aquel que se compone de abrazos demasiado largos y sonrisas de oreja a oreja, de ojos que se encuentran y se saludan entre ellos (o que se evitan), de coreografías imposibles que se esfuerzan en seguir la pista de una presa, tratando de sortear aquellas obras que interrumpen peligrosamente su camino…–.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity… fueron muchos. No creo que los olvidaras todos, ¿no? Ahora empiezas a recordar, quizás. Me refiero a aquellos rostros felices pero ansiosos incrustados en cuadros de gran formato realizados con aerógrafo, en las cerámicas esmaltadas y en las láminas con estética de cómic. Sentí allí, caminando a tu lado, que nadie les hacía mucho caso, ni tan siquiera los artistas, que nadie les había hecho mucho caso en ningún momento (ni tan siquiera los artistas). Quizás fuera impresión mía. Sentí lástima por ellos, por aquellas criaturas embriagadas de IA y cultura de consumo de masas: la misma que me invadió hace ya unos cuantos años viendo por primera vez Monstruos S.A., cuando Sullivan y Mike Wazowski (monstruos protagonistas de la saga de películas de Pixar) se dan cuenta de que han dejado de asustar, de que ya no dan miedo. Dejados de lado, coloridos, histriónicos, desquiciados (inevitablemente hipervisibles, pero patéticamente impotentes, anegados por su propia ubicuidad), estos monstruitos de urvanity convocaban una imagen soft de lo monstruoso (una visión soportable, incluso deseable, placentera), una versión negativa de lo inquietante, donde lo espeluznante brillaba por su ausencia, donde lo que en realidad brillaba eran las superficies superflat y las formas escultóricas esmaltadas, los falsos diamantes y las plastificadas esmeraldas coloridas, las sonrisas happydent de los monstruitos y los chillones fuxia, amarillo, verde y rojo de sus cuerpos líquidos, algunos planos, otros escurridizos.
Serigrafiados en la mayoría de las piezas, como marca inconfundible del artista emergente y emblema de la propia feria, estos monstruitos disneyficados (entre el Mickey Mouse y el Donald Trump, entre el reptiliano y el Justin Bieber, entre el goofie y el Godzilla) expresan un malestar patente de carácter generacional: la incapacidad imaginativa que nos asola y que, en ocasiones, se resuelve estéticamente por la vía rápida, con la complicidad del mercado del arte y sus tendencias actuales. Hay que recalcar esta afinidad mercantil, a saber, que el mercado del arte, los coleccionistas y compradores de arte disfrutan con estos bichos coloridos como el rey disfrutaba con su bufón, o mejor aún, como el niño con sus juguetes, acaparando monstruitos desagenciados desde su nacimiento, criaturas bestiales pacificadas y dulcificadas para su disfrute, que replican la fórmula del monstruito kitsch y hortera hasta el hartazgo —y sobre las que se puede volcar cualquier relato, de las que se puede decir (al parecer) cualquier cosa—.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity no son resultado de un sueño profundo. Nada que ver. Si antes era el sueño de la razón el que producía monstruos, ahora es la siesta boca abajo (y con el culo al aire) del galerista de turno, la ensoñación hipnótica del artista emergente, quizás provocada por los efectos de algún opiáceo, o el sueño profundo (deep dream) y alucinatorio de una IA, entrenadas actualmente para ver y representar monstruitos en todas partes, para convertir la apofenia psicodélica en su gramática particular.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity fueron demasiados monstruitos como para ser una reunión casual, como para ser pura coincidencia. Y cada vez hay más. ¿No crees? No solo en urvanity, quiero decir, en todas partes: en las galerías de nuestras ciudades, en los museos, en muchas colecciones privadas... Frente a esos monstruos divertidos, esmaltados, tallados, grafiteados y dibujados a la carrera, otra fauna muy diversa devolvía aquella noche festiva de inauguración la sonrisa a la bestia (a la infinidad de ellas que plagaban la carpa); de vez en cuando, los visitantes de la feria desviaban la vista del galerista de turno o del bloody mary a medio beber hacia el rostro extraviado de la criatura de ojos saltones que se postraba enfrente.
En ese juego de miradas, sucedió en aquel recinto con estética de laboratorio (o de pista de hielo) algo muy singular, muy bello, casi inevitable: un contagio monstruoso e histérico, un reflejo especular. La euforia de unos y de otros acabó por ser la misma; la monstruosidad aparentemente naif e ingenua (de las obras) también se convirtió en un rasgo idéntico y evidente en el caso de los visitantes (en los rostros de los espectadores, en su gestualidad, sus poses y sus palabrotas lanzadas al aire, catapultadas como bombas). Artistas y galeristas, monstruitos y criaturas varias, sonrientes y esquizoides, convulsionaban al unísono, compartiendo los avatares excéntricos de una pantomima sin fin. De fondo, el bum bum bum de un tecno light, como el que puede sonar en el Primark de Gran Vía una tarde cualquiera, componía la banda sonora. El ajetreo alegre y dicharachero, el griterío infernal, completaba la escena.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity no me dan miedo. No me asustaron en su momento; o por lo menos no me atemorizó la visión inmediata de sus rostros evidentes y reiterados, hiperestetizados y fulgurantes. Quizás, lo que sí me asusta (y me asustó hace unos días) fue aquello que estos monstruitos simbolizan y ponen de manifiesto: qué dicen de nuestros creadores y, sobre todo, qué dicen de nosotros, de nuestro tiempo. ¡Qué evidencian del devenir del arte contemporáneo!
Me preocupa lo poco operativo, en un sentido de sociabilidad y de apelación movilizadora, política y emancipadora, de estas imágenes; me preocupan los imaginarios pasivos y apocalípticos que estamos ensanchando desde el arte; me preocupa lo rápido que hemos comprado este paradigma dulce, grácil y bello de lo monstruoso hiperpopizante y cuqui; me preocupa que se haya impuesto como la deriva más eficaz o, cuanto menos, más asequible, al tiempo que la más rentable (para el artista, el galerista y el coleccionista); me preocupa que nuestro malestar se capitalice desde el privilegio creativo y se represente con la distanciada suavidad y ligereza de lo monstruoso jovial, de la criatura que cataliza el temor de un porvenir desolador y un presente complejo, y que traduce todo ello en objetos, imágenes y escenarios totalmente desmovilizadores, improductivos (en el peor sentido de la palabra) y complacientes con los agentes que validan y promueven su propia circulación.
Me preocupa que todos esos monstruitos que viste en urvanity aparezcan de nuevo en el siguiente urvanity, y en el siguiente, y en el siguiente, y también en ARCO y en FLECHA, y que luego se infiltren en todos y cada uno de los museos, disparando el temor controlado y revistiendo de colorida angustia anestesiada todos los rincones de nuestra imaginación, copando así el inconsciente creativo y el imaginario cultural, caracterizado cada vez más por estas fórmulas facilonas y banales (sobre todo, deshonestas y despolitizadas) recibidas de buen agrado (de buen gusto), por estas expiaciones bestiales, burguesas, destinadas al adormilamiento estético, político y social.
Me preocupa que el ruido efervescente de las risotadas enlatadas de estos monstruitos anegue el espacio de creación y pensamiento, frenando cualquier atisbo de intelección colectiva y desviación de la norma comercial en el plano creativo; me preocupa que la falta de honestidad de estas representaciones dulcificadas (la de estos monstruitos divertidos al servicio del capital) se confunda con un genuino compromiso político al pasar por las manos ágiles de quienes quieren que discurra una teoría canalla y disruptiva del monstruo feliz. Cuidémonos de esa patraña, puede costarnos muy cara. Que su felicidad no se convierta en nuestra desgracia.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity. ¿Te acuerdas? No sé si te acuerdas. Creo que no te acuerdas. Pasaste de largo como quien no quiere la cosa. Como quien recibe un susto con indiferencia, humillando al asustador que queda relegado a una posición patética. ¿Sabes de lo que hablo? Ibas con la cerveza en la mano derecha, te habías tomado un bloody mary hacía unos minutos y mirabas distraídamente a tu alrededor. Te importaban poco las obras, poco las personas: te había poseído ‘el ambiente’; esa amalgama de cuerpos, aromas, sudores, luces y música tecno que incita a permanecer en movimiento, de aquí para allá. Buscabas, en todo caso, en ese espacio de frenesí y monstruosidades de buen gusto, una cara conocida, un gesto grotesco, una risotada; estabas al acecho de algo fuera de lo común en aquel no-lugar de rostros habituados al esperpento galerístico –aquel que se compone de abrazos demasiado largos y sonrisas de oreja a oreja, de ojos que se encuentran y se saludan entre ellos (o que se evitan), de coreografías imposibles que se esfuerzan en seguir la pista de una presa, tratando de sortear aquellas obras que interrumpen peligrosamente su camino…–.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity… fueron muchos. No creo que los olvidaras todos, ¿no? Ahora empiezas a recordar, quizás. Me refiero a aquellos rostros felices pero ansiosos incrustados en cuadros de gran formato realizados con aerógrafo, en las cerámicas esmaltadas y en las láminas con estética de cómic. Sentí allí, caminando a tu lado, que nadie les hacía mucho caso, ni tan siquiera los artistas, que nadie les había hecho mucho caso en ningún momento (ni tan siquiera los artistas). Quizás fuera impresión mía. Sentí lástima por ellos, por aquellas criaturas embriagadas de IA y cultura de consumo de masas: la misma que me invadió hace ya unos cuantos años viendo por primera vez Monstruos S.A., cuando Sullivan y Mike Wazowski (monstruos protagonistas de la saga de películas de Pixar) se dan cuenta de que han dejado de asustar, de que ya no dan miedo. Dejados de lado, coloridos, histriónicos, desquiciados (inevitablemente hipervisibles, pero patéticamente impotentes, anegados por su propia ubicuidad), estos monstruitos de urvanity convocaban una imagen soft de lo monstruoso (una visión soportable, incluso deseable, placentera), una versión negativa de lo inquietante, donde lo espeluznante brillaba por su ausencia, donde lo que en realidad brillaba eran las superficies superflat y las formas escultóricas esmaltadas, los falsos diamantes y las plastificadas esmeraldas coloridas, las sonrisas happydent de los monstruitos y los chillones fuxia, amarillo, verde y rojo de sus cuerpos líquidos, algunos planos, otros escurridizos.
Serigrafiados en la mayoría de las piezas, como marca inconfundible del artista emergente y emblema de la propia feria, estos monstruitos disneyficados (entre el Mickey Mouse y el Donald Trump, entre el reptiliano y el Justin Bieber, entre el goofie y el Godzilla) expresan un malestar patente de carácter generacional: la incapacidad imaginativa que nos asola y que, en ocasiones, se resuelve estéticamente por la vía rápida, con la complicidad del mercado del arte y sus tendencias actuales. Hay que recalcar esta afinidad mercantil, a saber, que el mercado del arte, los coleccionistas y compradores de arte disfrutan con estos bichos coloridos como el rey disfrutaba con su bufón, o mejor aún, como el niño con sus juguetes, acaparando monstruitos desagenciados desde su nacimiento, criaturas bestiales pacificadas y dulcificadas para su disfrute, que replican la fórmula del monstruito kitsch y hortera hasta el hartazgo —y sobre las que se puede volcar cualquier relato, de las que se puede decir (al parecer) cualquier cosa—.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity no son resultado de un sueño profundo. Nada que ver. Si antes era el sueño de la razón el que producía monstruos, ahora es la siesta boca abajo (y con el culo al aire) del galerista de turno, la ensoñación hipnótica del artista emergente, quizás provocada por los efectos de algún opiáceo, o el sueño profundo (deep dream) y alucinatorio de una IA, entrenadas actualmente para ver y representar monstruitos en todas partes, para convertir la apofenia psicodélica en su gramática particular.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity fueron demasiados monstruitos como para ser una reunión casual, como para ser pura coincidencia. Y cada vez hay más. ¿No crees? No solo en urvanity, quiero decir, en todas partes: en las galerías de nuestras ciudades, en los museos, en muchas colecciones privadas... Frente a esos monstruos divertidos, esmaltados, tallados, grafiteados y dibujados a la carrera, otra fauna muy diversa devolvía aquella noche festiva de inauguración la sonrisa a la bestia (a la infinidad de ellas que plagaban la carpa); de vez en cuando, los visitantes de la feria desviaban la vista del galerista de turno o del bloody mary a medio beber hacia el rostro extraviado de la criatura de ojos saltones que se postraba enfrente.
En ese juego de miradas, sucedió en aquel recinto con estética de laboratorio (o de pista de hielo) algo muy singular, muy bello, casi inevitable: un contagio monstruoso e histérico, un reflejo especular. La euforia de unos y de otros acabó por ser la misma; la monstruosidad aparentemente naif e ingenua (de las obras) también se convirtió en un rasgo idéntico y evidente en el caso de los visitantes (en los rostros de los espectadores, en su gestualidad, sus poses y sus palabrotas lanzadas al aire, catapultadas como bombas). Artistas y galeristas, monstruitos y criaturas varias, sonrientes y esquizoides, convulsionaban al unísono, compartiendo los avatares excéntricos de una pantomima sin fin. De fondo, el bum bum bum de un tecno light, como el que puede sonar en el Primark de Gran Vía una tarde cualquiera, componía la banda sonora. El ajetreo alegre y dicharachero, el griterío infernal, completaba la escena.
Todos esos monstruitos que viste en urvanity no me dan miedo. No me asustaron en su momento; o por lo menos no me atemorizó la visión inmediata de sus rostros evidentes y reiterados, hiperestetizados y fulgurantes. Quizás, lo que sí me asusta (y me asustó hace unos días) fue aquello que estos monstruitos simbolizan y ponen de manifiesto: qué dicen de nuestros creadores y, sobre todo, qué dicen de nosotros, de nuestro tiempo. ¡Qué evidencian del devenir del arte contemporáneo!
Me preocupa lo poco operativo, en un sentido de sociabilidad y de apelación movilizadora, política y emancipadora, de estas imágenes; me preocupan los imaginarios pasivos y apocalípticos que estamos ensanchando desde el arte; me preocupa lo rápido que hemos comprado este paradigma dulce, grácil y bello de lo monstruoso hiperpopizante y cuqui; me preocupa que se haya impuesto como la deriva más eficaz o, cuanto menos, más asequible, al tiempo que la más rentable (para el artista, el galerista y el coleccionista); me preocupa que nuestro malestar se capitalice desde el privilegio creativo y se represente con la distanciada suavidad y ligereza de lo monstruoso jovial, de la criatura que cataliza el temor de un porvenir desolador y un presente complejo, y que traduce todo ello en objetos, imágenes y escenarios totalmente desmovilizadores, improductivos (en el peor sentido de la palabra) y complacientes con los agentes que validan y promueven su propia circulación.
Me preocupa que todos esos monstruitos que viste en urvanity aparezcan de nuevo en el siguiente urvanity, y en el siguiente, y en el siguiente, y también en ARCO y en FLECHA, y que luego se infiltren en todos y cada uno de los museos, disparando el temor controlado y revistiendo de colorida angustia anestesiada todos los rincones de nuestra imaginación, copando así el inconsciente creativo y el imaginario cultural, caracterizado cada vez más por estas fórmulas facilonas y banales (sobre todo, deshonestas y despolitizadas) recibidas de buen agrado (de buen gusto), por estas expiaciones bestiales, burguesas, destinadas al adormilamiento estético, político y social.
Me preocupa que el ruido efervescente de las risotadas enlatadas de estos monstruitos anegue el espacio de creación y pensamiento, frenando cualquier atisbo de intelección colectiva y desviación de la norma comercial en el plano creativo; me preocupa que la falta de honestidad de estas representaciones dulcificadas (la de estos monstruitos divertidos al servicio del capital) se confunda con un genuino compromiso político al pasar por las manos ágiles de quienes quieren que discurra una teoría canalla y disruptiva del monstruo feliz. Cuidémonos de esa patraña, puede costarnos muy cara. Que su felicidad no se convierta en nuestra desgracia.