Enrique Res
Los agentes que articulan el campo del arte deberían por lo tanto desaparecer como intermediarios, mientras que se esperaría que nunca aparecieran de nuevo en tanto que mediadores. A estos últimos, Latour los describe, en contraste, como “actores dotados de la capacidad para traducir lo que transportan, de redefinirlo, de redesplegarlo, y también de traicionarlo” [1].
Voy a seros sincero —y para ello recurro de nuevo a mi insolente estrategia de apelaros personalmente—: no esperaba nada de lo que ocurrió. Lo digo completamente en serio. Lo que se vivió tras la ponencia que ofrecí, siendo más preciso, lo que aconteció tras la pregunta de mi querido amigo y compañero Javier, tomó la forma de una bola de nieve. ¿Quién hubiera dicho que la mediación —¡la mediación!— levantaría semejantes pasiones? Debido a la comprometida acogida que obtuvo la conferencia, no tengo más remedio que ofrecer una serie de reflexiones que han sido conformadas a posteriori, es decir: que no voy a repetir nada de lo que allí conté. Haber venido.
En la primera ponencia de las jornadas, Pablo Caldera hizo referencia a una supuesta brecha en el arte contemporáneo, una que separaría a su población en dos categorías diferenciadas: “los que saben” y “los que no saben” [2]. En mi humilde experiencia —si es que la osadía de este texto puede siquiera albergar la palabra ‘humilde’—, esa brecha no solo existe, sino que conforma toda una idiosincrasia institucional: la de los agentes protagonistas del arte (artistas, comisarios/as, directores/as de museo, etc.) y la del público; hablamos de una especie de profecía autocumplida. Los agentes “activos” o productores, en contraste con aquellos que son considerados como “pasivos” o meros consumidores, construyen la narrativa institucional de los espacios dedicados al arte, y creo que eso no supone secreto alguno [3]. Por este motivo, esa masa informe calificada como ‘público’, ‘asistentes’ o incluso ‘espectadores’ se siente a menudo poco apelada, por la indiferencia al relato. Lo que causa esta indiferencia es una situación harto compleja y no seré yo quien se embarque en la empresa de desenredar sus misterios. Lo poco que puedo aportar es que ésta es producida en parte por los artistas —por su empeño en desentenderse e ignorar al público, o bien, su incapacidad para comprenderlo— y en parte por el público —por falta de sensibilidad, conocimiento o simple experiencia—. Lo único que tengo claro es que es una responsabilidad compartida.
Como cualquier conflicto construido en base a dos partes enfrentadas, se podría argumentar que lo que se necesita es, en todo caso, un ejercicio conciliador, una mediación. Un simple esfuerzo comunicativo por ambas partes quizás fuera suficiente, pero ante la testarudez de ambos no queda más remedio que insuflar algo de atención por medio de un agente mediador. ¿Podrá el mediador acabar con el conflicto binómico artista-público? Puede.
¿Deberíamos entonces introducir mediadores y mediadoras en todos los museos, galerías e instituciones culturales? Probablemente… no.
Para poder comunicarse hay que operar de forma inteligente y eficaz. De nada sirve llenar los museos con programas de mediación cuando ni siquiera los museos saben qué quieren o esperan de los mediadores en primer lugar [4]. Para seguir la estela de los planes pedagógicos, los mediadores y mediadoras deben conocer al detalle sus tareas y labores, establecer una serie de objetivos definidos y ser capaces de evaluarlos posteriormente; sin embargo deben mantener una postura flexible para poder reaccionar a las necesidades del momento. Al igual que sucede en el terreno educativo, el papel del mediador es complejo e incapaz de satisfacer a todos, por lo que generar un programa que reúna estas características puede terminar siendo una misión autodestructiva: en ocasiones, acaba haciendo más daño que bien. Pero, ¿qué es el arte contemporáneo sino un terreno para la experimentación? ¿Qué hemos aprendido de Bruce Nauman?
Como estoy dando demasiadas respuestas —sin tener yo ninguna de ellas— procedo a enfocarme ahora en otro punto polémico de la conferencia: el término ‘traducción’; una palabra que comprensiblemente confundió a diversos asistentes. Si seguimos el simple esquema propuesto por mi compañero Pablo López en la ronda de preguntas, podríamos afirmar que la obra de arte tiene, en definitiva, muchas capas, y que quizás el gesto del mediador solo sirva para que el público acceda a alguna de ellas, aunque ésta sea la más superficial. Este es el caso del trabajo de Jenny Holzer —al menos la parte de su trabajo que hace uso del texto—, cuyos neones, pantallas y letreros facilitan la accesibilidad del mensaje y del tema al público que conozca el idioma. Su uso del lenguaje es fundamental porque ella pretende apelar al ciudadano de a pie, valiéndose de las formas comunicativas del poder y la publicidad (grandes neones, camiones en marcha, proyecciones sobre edificios), así como de otras vías aparentemente más comedidas (bancos de mármol, placas de bronce o sencillas impresiones sobre papel). No obstante, que el público pueda leer el texto de la obra no significa que éste pueda leer la obra en su totalidad. Para ello se requerirá una voluntad mayor, una que nos empuje a indagar más profundo, a diseccionar la afilada escritura de Holzer y la realidad de los medios bajo los que ejecuta su trabajo. En este sentido, irónicamente, el lenguaje hace la función de traductor, ya que acerca el significado al público sacrificando en el intento ciertas interpretaciones.
El papel del mediador como traductor es complejo por lo que nos explicaba Latour al comienzo: si se tiene la capacidad (y el deber) de traducir, también se tiene por ende la capacidad de interpretar y por tanto de traicionar. En el caso del arte contemporáneo, los mediadores y mediadoras podrían arriesgar frivolidades con tal de arañar la superficie, mas tras esta tarea la pelota quedaría en el otro campo. Cuán profundo se quiera ir es decisión de cada uno/ una, pero ser capaz de acceder a la superficie quizás sea, insisto, responsabilidad compartida [5].
Lo que he ofrecido en este breve texto son tan solo un par de cuestiones que preocupaban al que fue “mi público”, a las personas que asistieron a mi ponencia, aunque la realidad del asunto es evidentemente mayor. Lo dije y lo volveré a decir: no soy mediador ni dispongo de la formación, conocimientos y/o experiencia necesarios para refugiarme bajo su bandera. Lo que sí soy es muy comunicativo, así como un experto conciliador, por lo que seguiré trabajando para comprender cómo expandir el sistema de comunicación dentro del arte contemporáneo. También haré algo de música por el camino. No todo será trabajar.
1. Oriol Fontdevila, El arte de la mediación (Bilbao: Consonni, 2018), 37.
2. Apréciense las comillas.
3. Aquí podría citar a algún autor o autora que refuerce mi argumento, pero prefiero no.
4. Aquí me gustaría citar a mi compañero Ricardo Pérez-Hita. Quien no esté de acuerdo que le contacte a él.
5. Y quien no esté de acuerdo, ¡que me lleve la contraria!
Enrique Res
Los agentes que articulan el campo del arte deberían por lo tanto desaparecer como intermediarios, mientras que se esperaría que nunca aparecieran de nuevo en tanto que mediadores. A estos últimos, Latour los describe, en contraste, como “actores dotados de la capacidad para traducir lo que transportan, de redefinirlo, de redesplegarlo, y también de traicionarlo” [1].
Voy a seros sincero —y para ello recurro de nuevo a mi insolente estrategia de apelaros personalmente—: no esperaba nada de lo que ocurrió. Lo digo completamente en serio. Lo que se vivió tras la ponencia que ofrecí, siendo más preciso, lo que aconteció tras la pregunta de mi querido amigo y compañero Javier, tomó la forma de una bola de nieve. ¿Quién hubiera dicho que la mediación —¡la mediación!— levantaría semejantes pasiones? Debido a la comprometida acogida que obtuvo la conferencia, no tengo más remedio que ofrecer una serie de reflexiones que han sido conformadas a posteriori, es decir: que no voy a repetir nada de lo que allí conté. Haber venido.
En la primera ponencia de las jornadas, Pablo Caldera hizo referencia a una supuesta brecha en el arte contemporáneo, una que separaría a su población en dos categorías diferenciadas: “los que saben” y “los que no saben” [2]. En mi humilde experiencia —si es que la osadía de este texto puede siquiera albergar la palabra ‘humilde’—, esa brecha no solo existe, sino que conforma toda una idiosincrasia institucional: la de los agentes protagonistas del arte (artistas, comisarios/as, directores/as de museo, etc.) y la del público; hablamos de una especie de profecía autocumplida. Los agentes “activos” o productores, en contraste con aquellos que son considerados como “pasivos” o meros consumidores, construyen la narrativa institucional de los espacios dedicados al arte, y creo que eso no supone secreto alguno [3]. Por este motivo, esa masa informe calificada como ‘público’, ‘asistentes’ o incluso ‘espectadores’ se siente a menudo poco apelada, por la indiferencia al relato. Lo que causa esta indiferencia es una situación harto compleja y no seré yo quien se embarque en la empresa de desenredar sus misterios. Lo poco que puedo aportar es que ésta es producida en parte por los artistas —por su empeño en desentenderse e ignorar al público, o bien, su incapacidad para comprenderlo— y en parte por el público —por falta de sensibilidad, conocimiento o simple experiencia—. Lo único que tengo claro es que es una responsabilidad compartida.
Como cualquier conflicto construido en base a dos partes enfrentadas, se podría argumentar que lo que se necesita es, en todo caso, un ejercicio conciliador, una mediación. Un simple esfuerzo comunicativo por ambas partes quizás fuera suficiente, pero ante la testarudez de ambos no queda más remedio que insuflar algo de atención por medio de un agente mediador. ¿Podrá el mediador acabar con el conflicto binómico artista-público? Puede.
¿Deberíamos entonces introducir mediadores y mediadoras en todos los museos, galerías e instituciones culturales? Probablemente… no.
Para poder comunicarse hay que operar de forma inteligente y eficaz. De nada sirve llenar los museos con programas de mediación cuando ni siquiera los museos saben qué quieren o esperan de los mediadores en primer lugar [4]. Para seguir la estela de los planes pedagógicos, los mediadores y mediadoras deben conocer al detalle sus tareas y labores, establecer una serie de objetivos definidos y ser capaces de evaluarlos posteriormente; sin embargo deben mantener una postura flexible para poder reaccionar a las necesidades del momento. Al igual que sucede en el terreno educativo, el papel del mediador es complejo e incapaz de satisfacer a todos, por lo que generar un programa que reúna estas características puede terminar siendo una misión autodestructiva: en ocasiones, acaba haciendo más daño que bien. Pero, ¿qué es el arte contemporáneo sino un terreno para la experimentación? ¿Qué hemos aprendido de Bruce Nauman?
Como estoy dando demasiadas respuestas —sin tener yo ninguna de ellas— procedo a enfocarme ahora en otro punto polémico de la conferencia: el término ‘traducción’; una palabra que comprensiblemente confundió a diversos asistentes. Si seguimos el simple esquema propuesto por mi compañero Pablo López en la ronda de preguntas, podríamos afirmar que la obra de arte tiene, en definitiva, muchas capas, y que quizás el gesto del mediador solo sirva para que el público acceda a alguna de ellas, aunque ésta sea la más superficial. Este es el caso del trabajo de Jenny Holzer —al menos la parte de su trabajo que hace uso del texto—, cuyos neones, pantallas y letreros facilitan la accesibilidad del mensaje y del tema al público que conozca el idioma. Su uso del lenguaje es fundamental porque ella pretende apelar al ciudadano de a pie, valiéndose de las formas comunicativas del poder y la publicidad (grandes neones, camiones en marcha, proyecciones sobre edificios), así como de otras vías aparentemente más comedidas (bancos de mármol, placas de bronce o sencillas impresiones sobre papel). No obstante, que el público pueda leer el texto de la obra no significa que éste pueda leer la obra en su totalidad. Para ello se requerirá una voluntad mayor, una que nos empuje a indagar más profundo, a diseccionar la afilada escritura de Holzer y la realidad de los medios bajo los que ejecuta su trabajo. En este sentido, irónicamente, el lenguaje hace la función de traductor, ya que acerca el significado al público sacrificando en el intento ciertas interpretaciones.
El papel del mediador como traductor es complejo por lo que nos explicaba Latour al comienzo: si se tiene la capacidad (y el deber) de traducir, también se tiene por ende la capacidad de interpretar y por tanto de traicionar. En el caso del arte contemporáneo, los mediadores y mediadoras podrían arriesgar frivolidades con tal de arañar la superficie, mas tras esta tarea la pelota quedaría en el otro campo. Cuán profundo se quiera ir es decisión de cada uno/ una, pero ser capaz de acceder a la superficie quizás sea, insisto, responsabilidad compartida [5].
Lo que he ofrecido en este breve texto son tan solo un par de cuestiones que preocupaban al que fue “mi público”, a las personas que asistieron a mi ponencia, aunque la realidad del asunto es evidentemente mayor. Lo dije y lo volveré a decir: no soy mediador ni dispongo de la formación, conocimientos y/o experiencia necesarios para refugiarme bajo su bandera. Lo que sí soy es muy comunicativo, así como un experto conciliador, por lo que seguiré trabajando para comprender cómo expandir el sistema de comunicación dentro del arte contemporáneo. También haré algo de música por el camino. No todo será trabajar.
1. Oriol Fontdevila, El arte de la mediación (Bilbao: Consonni, 2018), 37.
2. Apréciense las comillas.
3. Aquí podría citar a algún autor o autora que refuerce mi argumento, pero prefiero no.
4. Aquí me gustaría citar a mi compañero Ricardo Pérez-Hita. Quien no esté de acuerdo que le contacte a él.
5. Y quien no esté de acuerdo, ¡que me lleve la contraria!
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