Si tratamos de imaginar un monstruo, lo más habitual es que proyectemos en nuestra mente la visión extraña y confusa de un ser de muchas cabezas, varios brazos, mutaciones físicas y perversas morfologías corporales. Su naturaleza monstruosa, en nuestra imaginación, no tendrá otra finalidad que la de mutilar, destrozar, destruir, corromper, arrasar con todo a su paso e incluso matar. Maligno y despiadado, feo y cruel —como imagen desviada y en ocasiones contrapuesta de lo bello y lo bueno—, este monstruo al que otorgamos vida en nuestra cabeza será, con toda probabilidad, una configuración imaginaria cercana a ese tipo de monstruos tan común en las fábulas, los cuentos y los relatos tradicionales: un monstruo que dicta (por oposición) aquello que debemos ser y cómo debemos vivir, infundiendo un miedo terrible en aquel que se aproxima hacia a él o que está tímidamente próximo a caer en sus garras.
El monstruo que con frecuencia imaginamos, espectacular por grotesco, rehuye la categoría de lo siniestro para materializar una cierta belleza descompuesta —patética y deplorable, asquerosa y temible— que infunde a través de la experiencia estética una emoción de horror, rechazo y repulsión. Así, el monstruo, los monstruos, configuran epistemológicamente las coordenadas normativas del saber (y el saber estar), por su propio distanciamiento respecto de las mismas. Un buen ciudadano vendría a ser todo lo contrario de un monstruo. Devenir monstruo significa corromperse social y moralmente, alejarse del paradigma de lo verdadero, lo bello y lo bueno para acercarse a lo abyecto, repulsivo y odiado.
Volvamos ahora a la visión del monstruo mutante que esbozábamos, pero eliminemos ahora de la ecuación morfológica los brazos múltiples, las malformaciones horripilantes y los tentáculos informes. Imaginemos ahora un libro. Sí, un libro aparentemente común y ordinario.
¿Acaso puede un libro ser un monstruo?
Desde luego, sabemos a ciencia cierta que un libro puede contener múltiples monstruos, monstruitos y demás pesadillas innombrables. Pero lo que quizás el lector no sepa es que todo libro viene de un monstruo, que todo libro ha sido anteriormente un monstruo. Y es que, en la jerga editorial, se refiere como “monstruo” a esa primera edición de uno o varios ejemplares (cuya confección no es definitiva) que sirven para vislumbrar en este ejemplo de prueba los errores contenidos e imprevistos con tal de no cometerlos en la gran tirada posterior. Lo más probable es que contenga imperfecciones y erratas, de modo que, después de ser examinado, se decida hacer algunos cambios para su impresión masiva (una tapa más dura, una modificación tipográfica, unas guardas diferentes…). Lejos de la horrorosa expresión del monstruo que quizás tuviese el lector en la cabeza, este monstruo al que ahora nos referimos, como “libro bastardo”, ilustra a la perfección la genuina naturaleza del monstruo.
Como se hace siempre que no se sabe por dónde empezar, o por donde seguir, vayamos a la etimología de la palabra “monstruo”, que hunde sus raíces (etimológicas) en dos verbos latinos: mostrare, mostrar o revelar, y monere, advertir. No sorprende, pues, que los monstruos hayan sido los encargados de encarnar los males de la sociedad y de advertir de sus consecuencias, especialmente en tiempos de malestar. A pesar de su naturaleza aterradora, los monstruos también tranquilizan, en cierta medida, al señalar el error y la malformación, dictando el camino a seguir, que siempre pasa por el desvío de lo monstruoso, el camino inverso.
El monstruo, en este caso en forma de libro (provisional y único, tentativo y excepcional, muy probablemente accidentado), igualmente viene a definir e instituir la norma: el libro que se venderá en las librerías, pulcro, bello, sin erratas (un objeto final, perfecto). Lejos de lo que se pudiera pensar, históricamente se ha demostrado cómo el monstruo se origina antes que nada, como imagen invertida del canon, prefigurando la norma (primero vienen los monstruos y luego todo lo demás). Su naturaleza peligrosa y rara, su existencia como alteridad, resulta fundamental para nuestra apacible pervivencia. Como veíamos, así sucede también con los libros, cuya morfología puede ser corregida y delimitada con rigor gracias a que esta ha sido (a)probada, puesta a prueba, antes de ver la luz. En las cavernas de las oficinas editoriales, emerge el monstruo como sombra. Pasado de mano en mano, será manoseado y juzgado por sus deficiencias y rarezas; aquellas que hay que eliminar urgentemente —consideradas como sobras, desechos, detritus—; aquellas que únicamente tendrá ese ejemplar específico y que son visibles por su condición monstruosa.
El monstruo es el primero en llegar, y es por eso mismo que impulsa una deliberación al respecto de todos y cada uno de sus defectos, taras, desperfectos, etc. El monstruo es antes de tiempo, si bien termina por convertirse en sombra y sobra. Llega antes que nadie y nos ofrece la visión del libro que nunca verá la luz, un ejemplar único en su especie. Una vez corregidas esas fallas y perfeccionada la publicación, el monstruo puede tirarse a la basura como desperdicio, esconderse en un cajón o, en el mejor de los casos, guardarse como un recuerdo de lo que no debiera ser o suceder nunca, como un extraño objeto indeseado que cristaliza, a través de sus impurezas, su naturaleza bastarda, desviada e irreal. Con el tiempo, podrá apreciarse quizás por su singularidad y exotismo, desde la distancia, como souvenir bizarro o sombra de lo real.
En esta ocasión, el monstruo o libro-monstruo puede llegar a pasar inadvertido, al constituir sus errores leves equivocaciones, pequeñas consideraciones tipográficas o ajustes de color, de la textura del papel o del grosor de las tapas, del tamaño del logo en la portada… Al contrario de lo que estamos acostumbrados, en estos casos, el monstruo puede pasar inadvertido: solo su dueño sabrá de sus malformaciones. De hecho, de no ser señaladas o corregidas sus supuestas malformaciones, el monstruo podría pasar por uno más, por un libro más: uno normal. Su comedida alteridad, su distinción sutil, su sombría naturaleza, puede derivar en una invisibilidad radical de lo monstruoso: una opacidad de sus rarezas que, exhibidas a simple vista para su lectura, resulten finalmente indescifrables. Con el monstruo en nuestras manos, con suerte olvidaremos su sentido originario y lo (con)fundamos con el resto de libros en la estantería, distribuyendo masivamente sus imperfecciones y escondiendo así el error a vista de todos, dispuesto en el margen para el lector atento.
Si tratamos de imaginar un monstruo, lo más habitual es que proyectemos en nuestra mente la visión extraña y confusa de un ser de muchas cabezas, varios brazos, mutaciones físicas y perversas morfologías corporales. Su naturaleza monstruosa, en nuestra imaginación, no tendrá otra finalidad que la de mutilar, destrozar, destruir, corromper, arrasar con todo a su paso e incluso matar. Maligno y despiadado, feo y cruel —como imagen desviada y en ocasiones contrapuesta de lo bello y lo bueno—, este monstruo al que otorgamos vida en nuestra cabeza será, con toda probabilidad, una configuración imaginaria cercana a ese tipo de monstruos tan común en las fábulas, los cuentos y los relatos tradicionales: un monstruo que dicta (por oposición) aquello que debemos ser y cómo debemos vivir, infundiendo un miedo terrible en aquel que se aproxima hacia a él o que está tímidamente próximo a caer en sus garras.
El monstruo que con frecuencia imaginamos, espectacular por grotesco, rehuye la categoría de lo siniestro para materializar una cierta belleza descompuesta —patética y deplorable, asquerosa y temible— que infunde a través de la experiencia estética una emoción de horror, rechazo y repulsión. Así, el monstruo, los monstruos, configuran epistemológicamente las coordenadas normativas del saber (y el saber estar), por su propio distanciamiento respecto de las mismas. Un buen ciudadano vendría a ser todo lo contrario de un monstruo. Devenir monstruo significa corromperse social y moralmente, alejarse del paradigma de lo verdadero, lo bello y lo bueno para acercarse a lo abyecto, repulsivo y odiado.
Volvamos ahora a la visión del monstruo mutante que esbozábamos, pero eliminemos ahora de la ecuación morfológica los brazos múltiples, las malformaciones horripilantes y los tentáculos informes. Imaginemos ahora un libro. Sí, un libro aparentemente común y ordinario.
¿Acaso puede un libro ser un monstruo?
Desde luego, sabemos a ciencia cierta que un libro puede contener múltiples monstruos, monstruitos y demás pesadillas innombrables. Pero lo que quizás el lector no sepa es que todo libro viene de un monstruo, que todo libro ha sido anteriormente un monstruo. Y es que, en la jerga editorial, se refiere como “monstruo” a esa primera edición de uno o varios ejemplares (cuya confección no es definitiva) que sirven para vislumbrar en este ejemplo de prueba los errores contenidos e imprevistos con tal de no cometerlos en la gran tirada posterior. Lo más probable es que contenga imperfecciones y erratas, de modo que, después de ser examinado, se decida hacer algunos cambios para su impresión masiva (una tapa más dura, una modificación tipográfica, unas guardas diferentes…). Lejos de la horrorosa expresión del monstruo que quizás tuviese el lector en la cabeza, este monstruo al que ahora nos referimos, como “libro bastardo”, ilustra a la perfección la genuina naturaleza del monstruo.
Como se hace siempre que no se sabe por dónde empezar, o por donde seguir, vayamos a la etimología de la palabra “monstruo”, que hunde sus raíces (etimológicas) en dos verbos latinos: mostrare, mostrar o revelar, y monere, advertir. No sorprende, pues, que los monstruos hayan sido los encargados de encarnar los males de la sociedad y de advertir de sus consecuencias, especialmente en tiempos de malestar. A pesar de su naturaleza aterradora, los monstruos también tranquilizan, en cierta medida, al señalar el error y la malformación, dictando el camino a seguir, que siempre pasa por el desvío de lo monstruoso, el camino inverso.
El monstruo, en este caso en forma de libro (provisional y único, tentativo y excepcional, muy probablemente accidentado), igualmente viene a definir e instituir la norma: el libro que se venderá en las librerías, pulcro, bello, sin erratas (un objeto final, perfecto). Lejos de lo que se pudiera pensar, históricamente se ha demostrado cómo el monstruo se origina antes que nada, como imagen invertida del canon, prefigurando la norma (primero vienen los monstruos y luego todo lo demás). Su naturaleza peligrosa y rara, su existencia como alteridad, resulta fundamental para nuestra apacible pervivencia. Como veíamos, así sucede también con los libros, cuya morfología puede ser corregida y delimitada con rigor gracias a que esta ha sido (a)probada, puesta a prueba, antes de ver la luz. En las cavernas de las oficinas editoriales, emerge el monstruo como sombra. Pasado de mano en mano, será manoseado y juzgado por sus deficiencias y rarezas; aquellas que hay que eliminar urgentemente —consideradas como sobras, desechos, detritus—; aquellas que únicamente tendrá ese ejemplar específico y que son visibles por su condición monstruosa.
El monstruo es el primero en llegar, y es por eso mismo que impulsa una deliberación al respecto de todos y cada uno de sus defectos, taras, desperfectos, etc. El monstruo es antes de tiempo, si bien termina por convertirse en sombra y sobra. Llega antes que nadie y nos ofrece la visión del libro que nunca verá la luz, un ejemplar único en su especie. Una vez corregidas esas fallas y perfeccionada la publicación, el monstruo puede tirarse a la basura como desperdicio, esconderse en un cajón o, en el mejor de los casos, guardarse como un recuerdo de lo que no debiera ser o suceder nunca, como un extraño objeto indeseado que cristaliza, a través de sus impurezas, su naturaleza bastarda, desviada e irreal. Con el tiempo, podrá apreciarse quizás por su singularidad y exotismo, desde la distancia, como souvenir bizarro o sombra de lo real.
En esta ocasión, el monstruo o libro-monstruo puede llegar a pasar inadvertido, al constituir sus errores leves equivocaciones, pequeñas consideraciones tipográficas o ajustes de color, de la textura del papel o del grosor de las tapas, del tamaño del logo en la portada… Al contrario de lo que estamos acostumbrados, en estos casos, el monstruo puede pasar inadvertido: solo su dueño sabrá de sus malformaciones. De hecho, de no ser señaladas o corregidas sus supuestas malformaciones, el monstruo podría pasar por uno más, por un libro más: uno normal. Su comedida alteridad, su distinción sutil, su sombría naturaleza, puede derivar en una invisibilidad radical de lo monstruoso: una opacidad de sus rarezas que, exhibidas a simple vista para su lectura, resulten finalmente indescifrables. Con el monstruo en nuestras manos, con suerte olvidaremos su sentido originario y lo (con)fundamos con el resto de libros en la estantería, distribuyendo masivamente sus imperfecciones y escondiendo así el error a vista de todos, dispuesto en el margen para el lector atento.