Lucas Marcos
Cada vez que me recuerdo escuchando a mis compañeras invertebradas, me recuerdo con los ojos empañados. Las recuerdo blanditas quizás porque mi mirada, al mojarse, se reblandeció.
Les contaba a Manu y a Clara que esto es algo que suele pasarme cuando me paro a escuchar a una persona que muestra entusiasmo por aquello que está haciendo. Me pasó por primera vez en el instituto mientras mi profesora de historia del arte explicaba cómo el Maestro Mateo se había retratado en el parteluz de la Catedral de Santiago mirando hacia el altar, para que su imagen permaneciese rezando allí hasta que el edificio desapareciese. No se trataba de un sentimiento religioso el que hizo que me emocionase. No soy creyente, ni practico ninguna religión. Es un sentimiento de deseo prolongado y de mirada al futuro lo que me emociona. Me pasa igual en manifestaciones o en charlas, cuando veo a alguien imaginando futuros posibles. Quizás desde la inocencia de creer ciegamente que algo va a suceder, aunque sea improbable. En ese momento, la figura del Maestro Mateo se volvió blanda, precisamente porque reactivó la potencialidad de afectar y de ser afectada. La piedra sobre la que se esculpe su rostro ahora se ha horadado por todas las manos que han pasado por ella, está pulida y suave, mostrando que todo cuerpo, por duro que sea, contiene esta capacidad, la de ser afectado y de afectar.
Parece, aunque no sea cierto, que se ha vuelto cada vez más inusual que esto pase. Que imaginemos futuros posibles a largo plazo y que, por tanto, las cosas lleguen a afectarnos con profundidad. Como se preguntaba Margot en su charla: “¿Cuánto tiempo voy a seguir llorando?
¿Cuánto tiempo mi cuerpo es capaz de seguir estando afectado por esto?”. Frente al ritmo frenético de nuestros presentes hiperactivos, nuestros cuerpos parecen olvidar con frecuencia. Cuando seguir moviéndose, cambiando y flexionándose se convierte en una obligación que se integra dentro de nuestra percepción y hace del multitasking y del vivir sin planificación una forma de supervivencia, nuestros cuerpos se construyen un caparazón duro para que proteja sus partes blandas de aquello que podría afectarles durante el tiempo suficiente como para no poder seguir el ritmo; un exoesqueleto que les permite ajustarse al corto plazo y seguir flexionándose, viviendo en ese constante “un poco más” o “hasta que el cuerpo aguante”.
Tal vez, si nunca me permitiese parar a mirar o a escuchar, aunque fuese por un momento ínfimo en el trayecto de saltar de una imagen a otra o de una forma de ocupación a otra, no podría ser blandito. En vez de eso, me vería inmerso en la desorientación que fragmenta mi percepción, de la que también formo parte y que a veces también me invade: una forma de distorsión que hace ya tiempo empezó a despedazar nuestra experiencia espaciotemporal, nuestros cuerpos y nuestras formas de sentir [1]. Siguiendo a Agamben, podríamos decir que en esto consiste “ser contemporáneo” [2]. En poder echar la mirada atrás y reconocer el pasado para poder traerlo al presente de manera crítica. En desplazar las vértebras para generar anacronías y desfases temporales situándonos en las fracturas y las grietas de nuestros cuerpos, desde las que se deja ver lo blando y lo vulnerable de ellos.
En permitirnos también ser afectados por cosas que quiebran el “tempo” [3] de constante actualización del neoliberalismo. Ser blandos y volvernos blanditos.
En un momento dado, mientras estábamos inmersos en esta nomaideología [4], nuestros cuerpos empezaron a ceder. Antes de lo que teníamos previsto, empezamos a ver las primeras fracturas y nos empezamos a volver invertebrados en el intento de realizar esta torsión constante. Una torsión no solo para mirar hacia el pasado –esta sería la menos peligrosa, si no hubiese otras que se contrapusiesen–, sino aquella que nuestros cuerpos realizan en un esfuerzo por seguir el tempo y adaptarse a los ritmos de renovación de nuestros entornos cambiantes. Una ruptura por hiperflexibilidad y una fragmentación por multitasking para que así, la carne (lo blando) y la emoción (lo blandito) se adaptasen a un presente marcado por la precariedad, la inestabilidad y el corto plazo. Tras ver las primeras fracturas, el cuerpo, ya mostrando su fragilidad, empezó a intentar sostenerse por toda una serie de exoesqueletos que le permitiesen continuar siguiendo el ritmo. Estructuras físicas y tecnologías que amplían la capacidad flexible de la carne y corazas que protegen y esconden la emoción.
Sin embargo, a pesar de que lo blando y lo flexible comparten la capacidad material de adaptarse a una forma externa, la resistencia que ejercen y los tiempos sobre los que se mueven no son los mismos. Richard Sennett, en su libro La corrosión del carácter, definía la flexibilidad de la siguiente manera:
“La palabra flexibilidad entró en el idioma inglés en el siglo XV; su sentido original derivaba de la simple observación que permitía constatar que aunque el viento podía doblar un árbol, sus ramas volvían a la posición original. Flexibilidad designa la capacidad del árbol para ceder y recuperarse, la puesta a prueba y la restauración de su forma. En condiciones ideales, una conducta humana flexible debería tener la misma resistencia a la tensión: adaptable a las circunstancias cambiantes sin dejar que éstas lo rompan” [5].
Es decir, en este contexto, podríamos decir que la flexibilidad es la capacidad, tanto física como psicológica, que tienen los cuerpos a la hora de adaptarse a lo que se le demanda como trabajador. Esto incluye adecuarse a tareas fuera de su campo de conocimiento u horarios que pueden variar con facilidad, pero siempre con una capacidad de respuesta y adaptación rápida. Como dice Mark Fisher: “un término por sí mismo capaz de enviar frías señales de alarma a través de la espina dorsal de cualquier trabajador de hoy en día” [6].
Lo blando, sin embargo, carece de esta capacidad de recuperación rápida, de volver inmediatamente a un estado originario como si no hubiese pasado nada. Es aquello que es sensible a una fuerza externa, que puede ser moldeado, pero no recupera una forma anterior necesariamente, sino que sigue mutando. Pensar desde lo blando es dejar de lado también esa recuperación rápida, es situarse en la ruptura. Es decir, pensar desde un cuerpo que ya se ha roto y que por eso no puede restaurar su forma original.
© Víctor Sánchez de la Peña
Lo blando implica un largo plazo a la vez que un desfase, un “ser contemporáneo” que nos permite recuperar el pasado para traerlo de forma crítica al presente: ser afectados por este a la vez que afectarlo y alterarlo desde la superficie de nuestros presentes para generar futuros de posibilidad. Lo blando y lo blandito pertenecen al vocabulario invertebrado. Lo tierno, frágil, sensible al contacto, precario, inconsistente, aquello que puede ser roto, que fracasa, se fracciona, que se quiebra en pedazos y que no se detiene, sino que se proyecta y reorienta. Un escenario en el que nuestros cuerpos no solo sean sostenidos por los exoesqueletos individuales de los que hemos hablado, sino que también puedan sujetarse entre ellos en configuraciones blandas. Un escenario en el que sea posible reconstruirse añadiendo fragmentos de los otros en reestructuraciones y combinaciones infinitas para comprometerse con presentes que pueden doler y así seguir errando en el sentido que Pedro y Elena nos hablaban: seguir caminando torpemente desde el suelo sobre el que caímos al fracturar nuestras vértebras.
1. La charla Lo blando y lo blandito: fragmentación por multitasking se estructuró metafóricamente en torno a la fractura desde tres lugares: la fractura en la experiencia espacio-temporal, la fractura física y la fractura Para ello, se realizó un recorrido por diferentes imágenes y propuestas artísticas en las que, por medio de la presencia del cuerpo y el baile, se construyó un paisaje de inestabilidad y fragilidad.
2. f. Giorgo Agamben, “¿Qué es ser contemporáneo?” [Ensayo original publicado en 2007 a partir del curso de filosofía que Giorgio Agamben dictó en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia].
3. En un pie de página de una de las traducciones que encontré en internet de la conferencia de Agamben, la traductora apuntaba que mantenía el término “tempo” en vez de traducirlo como “tiempo” para incidir en la noción rítmica puesta en juego por Agamben. Aquí, mantendremos igualmente este término para ponerlo en conjunción con las nociones de corto y largo plazo, así como con las problemáticas rítmicas inherentes a la vida bajo el neoliberalismo.
4. Pascal Gielen, en su texto A chronotopy of Post-Fordist Labor, nos sitúa en un nuevo paradigma de “nomaideología” en el que las nociones de movilidad, agilidad y falta de apego –recordemos siempre que estas son tanto físicas como psicológicas– son parte de una estrategia de Gielen toma este término en referencia al vocabulario nómada de Deleuze y Guattari, que dice haber sido reabsorbido por el tecnocapitalismo, donde estar en constante movimiento y adaptación es lo que goza de prestigio.
5. Richard Sennett, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 47.
6. Mark Fisher, Realismo capitalista: ¿no hay alternativa?, Caja Negra, Buenos Aires, 2016, 64.
Lucas Marcos
Cada vez que me recuerdo escuchando a mis compañeras invertebradas, me recuerdo con los ojos empañados. Las recuerdo blanditas quizás porque mi mirada, al mojarse, se reblandeció.
Les contaba a Manu y a Clara que esto es algo que suele pasarme cuando me paro a escuchar a una persona que muestra entusiasmo por aquello que está haciendo. Me pasó por primera vez en el instituto mientras mi profesora de historia del arte explicaba cómo el Maestro Mateo se había retratado en el parteluz de la Catedral de Santiago mirando hacia el altar, para que su imagen permaneciese rezando allí hasta que el edificio desapareciese. No se trataba de un sentimiento religioso el que hizo que me emocionase. No soy creyente, ni practico ninguna religión. Es un sentimiento de deseo prolongado y de mirada al futuro lo que me emociona. Me pasa igual en manifestaciones o en charlas, cuando veo a alguien imaginando futuros posibles. Quizás desde la inocencia de creer ciegamente que algo va a suceder, aunque sea improbable. En ese momento, la figura del Maestro Mateo se volvió blanda, precisamente porque reactivó la potencialidad de afectar y de ser afectada. La piedra sobre la que se esculpe su rostro ahora se ha horadado por todas las manos que han pasado por ella, está pulida y suave, mostrando que todo cuerpo, por duro que sea, contiene esta capacidad, la de ser afectado y de afectar.
Parece, aunque no sea cierto, que se ha vuelto cada vez más inusual que esto pase. Que imaginemos futuros posibles a largo plazo y que, por tanto, las cosas lleguen a afectarnos con profundidad. Como se preguntaba Margot en su charla: “¿Cuánto tiempo voy a seguir llorando?
¿Cuánto tiempo mi cuerpo es capaz de seguir estando afectado por esto?”. Frente al ritmo frenético de nuestros presentes hiperactivos, nuestros cuerpos parecen olvidar con frecuencia. Cuando seguir moviéndose, cambiando y flexionándose se convierte en una obligación que se integra dentro de nuestra percepción y hace del multitasking y del vivir sin planificación una forma de supervivencia, nuestros cuerpos se construyen un caparazón duro para que proteja sus partes blandas de aquello que podría afectarles durante el tiempo suficiente como para no poder seguir el ritmo; un exoesqueleto que les permite ajustarse al corto plazo y seguir flexionándose, viviendo en ese constante “un poco más” o “hasta que el cuerpo aguante”.
Tal vez, si nunca me permitiese parar a mirar o a escuchar, aunque fuese por un momento ínfimo en el trayecto de saltar de una imagen a otra o de una forma de ocupación a otra, no podría ser blandito. En vez de eso, me vería inmerso en la desorientación que fragmenta mi percepción, de la que también formo parte y que a veces también me invade: una forma de distorsión que hace ya tiempo empezó a despedazar nuestra experiencia espaciotemporal, nuestros cuerpos y nuestras formas de sentir [1]. Siguiendo a Agamben, podríamos decir que en esto consiste “ser contemporáneo” [2]. En poder echar la mirada atrás y reconocer el pasado para poder traerlo al presente de manera crítica. En desplazar las vértebras para generar anacronías y desfases temporales situándonos en las fracturas y las grietas de nuestros cuerpos, desde las que se deja ver lo blando y lo vulnerable de ellos.
En permitirnos también ser afectados por cosas que quiebran el “tempo” [3] de constante actualización del neoliberalismo. Ser blandos y volvernos blanditos.
En un momento dado, mientras estábamos inmersos en esta nomaideología [4], nuestros cuerpos empezaron a ceder. Antes de lo que teníamos previsto, empezamos a ver las primeras fracturas y nos empezamos a volver invertebrados en el intento de realizar esta torsión constante. Una torsión no solo para mirar hacia el pasado –esta sería la menos peligrosa, si no hubiese otras que se contrapusiesen–, sino aquella que nuestros cuerpos realizan en un esfuerzo por seguir el tempo y adaptarse a los ritmos de renovación de nuestros entornos cambiantes. Una ruptura por hiperflexibilidad y una fragmentación por multitasking para que así, la carne (lo blando) y la emoción (lo blandito) se adaptasen a un presente marcado por la precariedad, la inestabilidad y el corto plazo. Tras ver las primeras fracturas, el cuerpo, ya mostrando su fragilidad, empezó a intentar sostenerse por toda una serie de exoesqueletos que le permitiesen continuar siguiendo el ritmo. Estructuras físicas y tecnologías que amplían la capacidad flexible de la carne y corazas que protegen y esconden la emoción.
Sin embargo, a pesar de que lo blando y lo flexible comparten la capacidad material de adaptarse a una forma externa, la resistencia que ejercen y los tiempos sobre los que se mueven no son los mismos. Richard Sennett, en su libro La corrosión del carácter, definía la flexibilidad de la siguiente manera:
“La palabra flexibilidad entró en el idioma inglés en el siglo XV; su sentido original derivaba de la simple observación que permitía constatar que aunque el viento podía doblar un árbol, sus ramas volvían a la posición original. Flexibilidad designa la capacidad del árbol para ceder y recuperarse, la puesta a prueba y la restauración de su forma. En condiciones ideales, una conducta humana flexible debería tener la misma resistencia a la tensión: adaptable a las circunstancias cambiantes sin dejar que éstas lo rompan” [5].
Es decir, en este contexto, podríamos decir que la flexibilidad es la capacidad, tanto física como psicológica, que tienen los cuerpos a la hora de adaptarse a lo que se le demanda como trabajador. Esto incluye adecuarse a tareas fuera de su campo de conocimiento u horarios que pueden variar con facilidad, pero siempre con una capacidad de respuesta y adaptación rápida. Como dice Mark Fisher: “un término por sí mismo capaz de enviar frías señales de alarma a través de la espina dorsal de cualquier trabajador de hoy en día” [6].
Lo blando, sin embargo, carece de esta capacidad de recuperación rápida, de volver inmediatamente a un estado originario como si no hubiese pasado nada. Es aquello que es sensible a una fuerza externa, que puede ser moldeado, pero no recupera una forma anterior necesariamente, sino que sigue mutando. Pensar desde lo blando es dejar de lado también esa recuperación rápida, es situarse en la ruptura. Es decir, pensar desde un cuerpo que ya se ha roto y que por eso no puede restaurar su forma original.
© Víctor Sánchez de la Peña
Lo blando implica un largo plazo a la vez que un desfase, un “ser contemporáneo” que nos permite recuperar el pasado para traerlo de forma crítica al presente: ser afectados por este a la vez que afectarlo y alterarlo desde la superficie de nuestros presentes para generar futuros de posibilidad. Lo blando y lo blandito pertenecen al vocabulario invertebrado. Lo tierno, frágil, sensible al contacto, precario, inconsistente, aquello que puede ser roto, que fracasa, se fracciona, que se quiebra en pedazos y que no se detiene, sino que se proyecta y reorienta. Un escenario en el que nuestros cuerpos no solo sean sostenidos por los exoesqueletos individuales de los que hemos hablado, sino que también puedan sujetarse entre ellos en configuraciones blandas. Un escenario en el que sea posible reconstruirse añadiendo fragmentos de los otros en reestructuraciones y combinaciones infinitas para comprometerse con presentes que pueden doler y así seguir errando en el sentido que Pedro y Elena nos hablaban: seguir caminando torpemente desde el suelo sobre el que caímos al fracturar nuestras vértebras.
1. La charla Lo blando y lo blandito: fragmentación por multitasking se estructuró metafóricamente en torno a la fractura desde tres lugares: la fractura en la experiencia espacio-temporal, la fractura física y la fractura Para ello, se realizó un recorrido por diferentes imágenes y propuestas artísticas en las que, por medio de la presencia del cuerpo y el baile, se construyó un paisaje de inestabilidad y fragilidad.
2. f. Giorgo Agamben, “¿Qué es ser contemporáneo?” [Ensayo original publicado en 2007 a partir del curso de filosofía que Giorgio Agamben dictó en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia].
3. En un pie de página de una de las traducciones que encontré en internet de la conferencia de Agamben, la traductora apuntaba que mantenía el término “tempo” en vez de traducirlo como “tiempo” para incidir en la noción rítmica puesta en juego por Agamben. Aquí, mantendremos igualmente este término para ponerlo en conjunción con las nociones de corto y largo plazo, así como con las problemáticas rítmicas inherentes a la vida bajo el neoliberalismo.
4. Pascal Gielen, en su texto A chronotopy of Post-Fordist Labor, nos sitúa en un nuevo paradigma de “nomaideología” en el que las nociones de movilidad, agilidad y falta de apego –recordemos siempre que estas son tanto físicas como psicológicas– son parte de una estrategia de Gielen toma este término en referencia al vocabulario nómada de Deleuze y Guattari, que dice haber sido reabsorbido por el tecnocapitalismo, donde estar en constante movimiento y adaptación es lo que goza de prestigio.
5. Richard Sennett, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 47.
6. Mark Fisher, Realismo capitalista: ¿no hay alternativa?, Caja Negra, Buenos Aires, 2016, 64.
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