Margot Rot
Estamos permanentemente rodeadas de imágenes. Imágenes offline, imágenes online. Imágenes en movimiento, imágenes estáticas. Imágenes que acontecen en nuestro presente más inmediato y actual, imágenes presentes del pasado. Estamos permanentemente rodeadas de imágenes. Imágenes, en tanto que fenómenos susceptibles de ser analizados, interpretados, computados, comprendidos y aprehendidos.
La comunicación a través de internet ha generado mutaciones significativas en nuestra forma de percibir el mundo; internet ha introducido una variación significante en nuestra forma de comprender el espacio y el tiempo. Nuestra forma de estar en el tiempo y en el espacio es amplia, abundante, redundante. La virtualidad nos sitúa en un presente catalizador de los presentes ajenos y lejanos. La virtualidad nos sitúa en un espacio extendido. Nuestros sentidos y nuestra sensibilidad están comprometidos en este proceso de mutación. Mutación de nuestros cuerpos orgánicos de máquina. Mutación de nuestro lenguaje, comunitario, global. Mutación de nuestros afectos, capaces de aprehender las imágenes, los fenómenos que la espacio-temporalidad virtual nos presenta en abundancia por la cantidad de sujetos que pueblan la espacio-temporalidad virtual, pero también abundantes por la amplitud de posibilidades fenoménicas a la que nos arroja la espacio-temporalidad virtual.
La abundancia de información a la que nos sometemos hace que percibamos el tiempo de forma veloz. Pero ¿es el mundo realmente más veloz? Quizá lo único que ha aumentado es la cantidad de eventualidades a las que atender. En consecuencia, nuestra afectividad invierte menos tiempo en atender a los fenómenos que se presentan. Quizá, la sensación de que el mundo es más veloz solo sea ilusoria: el tiempo no va más rápido, tan solo está más copado de información. Estamos exhaustas de cantidad. Nuestros afectos no pueden implicarse con todo lo que sucede a nuestro alrededor porque es demasiado y, a veces, porque es demasiado terrible, inasible.
La demasía de eventos que nos rodean se ha amplificado gracias a la conectividad a la que nos precipitan nuestros artefactos; nuestros teléfonos móviles, nuestros ordenadores; dispositivos que nos enlazan con la subjetividad de los demás, expresada en las redes que habitamos. Dispositivos que nos enlazan con la ingente cantidad de fenómenos que suceden en el mundo. Nuestros dispositivos nos arrojan a un mundo enorme, copado de eventos, copado de imágenes, copado de información.
A este respecto, la cotidianidad se ha convertido en un reto. Nos parece que es difícil vivir, salir de la cama, alimentarnos, socializar. La depresión, la ansiedad y el agotamiento son las sintomatologías que, a grandes rasgos, definen al sujeto de nuestro tiempo. Estas sintomatologías surgen en respuesta al evidente colapso que sufrimos a causa del frenesí de información en el que nos encontramos inmersas. Necesitamos estar en el presente, pero el presente está cargado de eventos a los que atender. Es en la demasía de información que nos provee esta forma nuestra de vivir, de estar en el tiempo y el espacio online y offline, en donde nos encontramos agotadas. El tiempo no es más veloz, tan solo han aumentado las eventualidades que somos capaces de percibir. Nuestro agotamiento es agotamiento de cantidad. No tenemos tiempo para conectar, emotivamente, con todo lo que sucede a nuestro alrededor.
Estamos permanentemente rodeadas de imágenes. Imágenes offline, imágenes online. Imágenes en movimiento, imágenes estáticas. Imágenes que acontecen en nuestro presente más inmediato y actual, imágenes presentes del pasado. Estamos permanentemente rodeadas de imágenes. Imágenes, en tanto que fenómenos susceptibles de ser analizados, interpretados, computados, comprendidos y aprehendidos. Estamos permanentemente inmersas en cantidades ingentes de información.
La mirada insatisfecha
La mirada insatisfecha es un título poético a través del cual he querido resumir una idea. Una sospecha, una intuición: me parece que estar en internet es una actividad íntimamente ligada al deseo. Estar en internet, observando imágenes, aprehendiendo información, es estar deseando-espectando, pendientes de una suerte de estímulos que ejercitan, mueven-mantienen nuestra actividad deseante. Somos entes deseantes. La mirada insatisfecha es el título de una imaginación que tengo y que encarno más de lo que me gustaría. Me veo a mí misma vagando sin rumbo aparente por las inmediaciones del espacio virtual que se encuadra en los límites, en las lindes, de mi artefacto, dispositivo, en fin: de mi móvil.
Llego del trabajo y reviso mis redes, contesto mensajes, miro mi correo electrónico, voy a chequear las stories de mis amigas. Entro en tuiter, compruebo cuántos favs me han dado a la última alucinación condensada que se me ha ocurrido compartir, en fin. A veces, cuando llego del trabajo, cuando no tengo nada que hacer, o mientras hago actividades rutinarias, sencillamente me voy a internet: mi discurso interno se desplaza, entro en instantánea interacción con el mundo online. Un mundo repleto de amigos, desconocidos, otros, variada información nacional, mundial, catástrofes, memes... y resulta, y he aquí el point de mi intuición -y una de mis más urgentes preocupaciones- que cuando termino la ruta de comprobación, el recorrido consciente y voluntario por las redes que habito, que llega un momento en donde, sencillamente, pierdo la noción del tiempo.
Entro en internet y no me doy cuenta y me he pasado tres horas mirando imágenes, leyendo a otros, a veces incluso escribo, porque mientras estoy en internet voy pensando y sintiendo y compartiendo y edificando una subjetividad pública, una coartada estructural. El caso es que pierdo la noción del tiempo y del espacio y el hilo de lo que había venido a hacer en internet se ha extendido, se ha hecho largo y lejano y ya no recuerdo qué vine a hacer o a ver aquí. Tengo la sensación de que estar en internet, al principio, es como tener hambre y comer y saciar un deseo de alimento. En muchas ocasiones, estar en internet acaba tornándose en un vagar por gula. No es lo mismo satisfacer el apetito que comer por comer. No es lo mismo acudir a un lugar, que vagar sin saber muy bien a dónde se quiere llegar.
Habitar la espacialidad virtual es ponerse a disposición de una ingente cantidad de imágenes que espectar. Pasar tiempo en internet es tener la sensación de estar acompañada, rodeada de otros. Estar en internet es observar y leer y contactar con el pasado, presente en mi pantalla, de los demás. Internet cataliza tiempos a los que antes no tenía acceso. Internet me sitúa en un espacio amplio de temporalidades constantes y constantes-suspendidas. Estar en internet no tiene fin. No utilizo mis redes, tan solo, para comunicarme concretamente con los demás; los veo vivir. Los leo vivir. Observo. Soy una espectadora de las vidas ajenas, y, en ocasiones, espectadora del horror del mundo. Internet es un catalizador de tiempo, de espacio, de fenómenos, de imágenes y, en consecuencia, de información.
No es lo mismo perseguir un destino que vagar sin rumbo. Se vaga porque se espera y no se sabe el qué. Se vaga porque no hay destino al que acudir, o porque el destino al que deseamos dirigirnos nos es desconocido o quizá sencillamente no exista y lo busquemos y lo busquemos y lo busquemos. A veces, estar en internet es espectar imágenes que nos placen, una detrás de otra, tener al tanto, bien deseantes, nuestros mecanorreceptores. Placer, tibio, pero placer, al fin y al cabo. Estar en internet, vagar sin rumbo por las redes, ser una espectadora de las imágenes ajenas, de las vidas ajenas.
Me gusta vagar por internet. A veces pierdo la noción del tiempo en internet. Quizá estar en internet no tiene mucho que ver con mi capacidad de elección; con mi voluntad. Me parece que un digno oponente de la voluntad es, ahora sí, el deseo: porque el deseo, me temo, no es razonado. Somos sujetos deseantes. El deseo nos mueve.
Pese a las maravillas que ha traído la implementación de artefactos técnicos con los que estar arrojados a la amplitud del mundo, no somos capaces de ponerle fin a nuestra actividad virtual. Acabamos vagando durante horas por nuestro internet. Nuestros teléfonos móviles son dispositivos de actualización permanente del deseo. Rara vez se consecute el placer. Rara vez se satisface la mirada deseante. Se desea, ilimitadamente. Internet es infinito del mismo modo en que mi deseo lo es. Muta. Somos máquinas deseantes y cuerpos-móviles y miradas imposibles de satisfacer. Internet es un catalizador. La virtualidad no se olvida del cuerpo.
El placer de mirar
Es curioso pensar en cómo internet, que es un lugar susceptible de producir mucha ansiedad por el volumen y la densidad de información a la que nos es posible acceder, genera prácticas que subvierten las condiciones ansiosas que el mismo espacio genera. Pienso en el ASMR, pero, sobremanera en el muk-bang.
Los muk-bangers son usuarios que han erigido sus comunidades en base a una práctica muy concreta: comer. Son personas que comen frente a las pantallas de sus ordenadores. No son pocas las personas que disfrutan viendo a otros comer. Escuchando a otros comer. El muk-bang es una práctica que se asienta en dos de nuestros sentidos: la vista y la escucha. Y sin duda, la acepción más importante de esta disposición cultural es el placer. Algunos teóricos culturales estiman que esta práctica, que tiene comienzo en la década de los 2000, puede tener mucha relación con la soledad a la que se ven abocadas muchas personas en Asia, lugar de expedición principal, junto a Estados Unidos, de este tipo de contenido. Y si bien es muy posible que esto sea cierto, y que la soledad haya sido el motor a través del cual se ha puesto en marcha la gran comunidad cultural del muk- bang, los alimentos que se comen y la forma en que se come pueden llevarnos a esgrimir otras conclusiones.
La disposición de los alimentos en el muk-bang es muy parecida a la que se expone cuando observamos un bodegón. Los muk-ban-gers ponen un montón de comida, ordenada, ante ellos, de forma en que normalmente se construye una imagen un tanto peculiar: una imagen que nos recuerda a las imágenes de comida rápida en restaurantes como McDonald, una imagen que nos hace pensar, de forma inevitable, en la publicidad. Esto podría llevarnos a pensar que los muk-bangers hacen un llamamiento a los espectadores; si uno analiza la cartelería de cualquier restaurante de comida rápida, pronto advertirá cómo la comida luce irreal: brilla, es grasienta, genera una sensación de limpieza y pulcritud que poco tiene que ver con la sensación que el consumo de este tipo de alimentos genera en nuestros cuerpos después. De hecho, la relación entre comida rápida, comida basura y muk-bang es indispensable. Normalmente son las grandes marcas de comida rápida las que se patrocinan en este tipo de vídeos, en donde, como hemos dicho antes, no solo vemos a los productores rodeados de comida a modo de bodegón, sino que los vemos engullir velozmente generando una sensación un tanto contradictoria si uno piensa en esa pulcritud inicial con la que se dispone la comida al inicio de los vídeos. Hay una relación clara entre la práctica del muk-bang y el atracón. Y hay una relación entre la práctica del muk-bang y el placer en tanto que, nuestros cuerpos, sucumben al deseo de alimento cuando espectamos a estos youtubers.
Sea como fuere, los espacios virtuales y quienes los ocupan se han percatado de que hay un deseo de mirar al otro y un placer que se ejecuta en el cuerpo del sujeto cuando observa al otro. El muk-bang puede servirnos como ejemplo para comprender, no solo cómo internet no se olvida al cuerpo, sino cómo la cultura virtual moviliza nuestros afectos más íntimos.
Hay una mirada insatisfecha que acude a internet para satisfacer, sin rumbo, un deseo en permanente actualización. Hay una mirada insatisfecha que busca, allí en donde el placer aparece, alguna suerte de culmen. Un culmen que, me temo, no suele llegar. Es así como, frente al agotamiento con el que nos provee la virtualidad, terminamos por buscar en ésta un descanso que no deja de ser algo parecido a un atracón.
Urge repensar en nuestros modos de habitar el espacio online y, más aún, preguntarnos si son nuestras voluntades racionales las que operan al estar en internet o nuestros deseos, insatisfechos e infinitos, cambiantes, que vagan y se actualizan permanentemente en la virtualidad sin llegar a colmar en plena satisfacción.
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Margot Rot
Estamos permanentemente rodeadas de imágenes. Imágenes offline, imágenes online. Imágenes en movimiento, imágenes estáticas. Imágenes que acontecen en nuestro presente más inmediato y actual, imágenes presentes del pasado. Estamos permanentemente rodeadas de imágenes. Imágenes, en tanto que fenómenos susceptibles de ser analizados, interpretados, computados, comprendidos y aprehendidos.
La comunicación a través de internet ha generado mutaciones significativas en nuestra forma de percibir el mundo; internet ha introducido una variación significante en nuestra forma de comprender el espacio y el tiempo. Nuestra forma de estar en el tiempo y en el espacio es amplia, abundante, redundante. La virtualidad nos sitúa en un presente catalizador de los presentes ajenos y lejanos. La virtualidad nos sitúa en un espacio extendido. Nuestros sentidos y nuestra sensibilidad están comprometidos en este proceso de mutación. Mutación de nuestros cuerpos orgánicos de máquina. Mutación de nuestro lenguaje, comunitario, global. Mutación de nuestros afectos, capaces de aprehender las imágenes, los fenómenos que la espacio-temporalidad virtual nos presenta en abundancia por la cantidad de sujetos que pueblan la espacio-temporalidad virtual, pero también abundantes por la amplitud de posibilidades fenoménicas a la que nos arroja la espacio-temporalidad virtual.
La abundancia de información a la que nos sometemos hace que percibamos el tiempo de forma veloz. Pero ¿es el mundo realmente más veloz? Quizá lo único que ha aumentado es la cantidad de eventualidades a las que atender. En consecuencia, nuestra afectividad invierte menos tiempo en atender a los fenómenos que se presentan. Quizá, la sensación de que el mundo es más veloz solo sea ilusoria: el tiempo no va más rápido, tan solo está más copado de información. Estamos exhaustas de cantidad. Nuestros afectos no pueden implicarse con todo lo que sucede a nuestro alrededor porque es demasiado y, a veces, porque es demasiado terrible, inasible.
La demasía de eventos que nos rodean se ha amplificado gracias a la conectividad a la que nos precipitan nuestros artefactos; nuestros teléfonos móviles, nuestros ordenadores; dispositivos que nos enlazan con la subjetividad de los demás, expresada en las redes que habitamos. Dispositivos que nos enlazan con la ingente cantidad de fenómenos que suceden en el mundo. Nuestros dispositivos nos arrojan a un mundo enorme, copado de eventos, copado de imágenes, copado de información.
A este respecto, la cotidianidad se ha convertido en un reto. Nos parece que es difícil vivir, salir de la cama, alimentarnos, socializar. La depresión, la ansiedad y el agotamiento son las sintomatologías que, a grandes rasgos, definen al sujeto de nuestro tiempo. Estas sintomatologías surgen en respuesta al evidente colapso que sufrimos a causa del frenesí de información en el que nos encontramos inmersas. Necesitamos estar en el presente, pero el presente está cargado de eventos a los que atender. Es en la demasía de información que nos provee esta forma nuestra de vivir, de estar en el tiempo y el espacio online y offline, en donde nos encontramos agotadas. El tiempo no es más veloz, tan solo han aumentado las eventualidades que somos capaces de percibir. Nuestro agotamiento es agotamiento de cantidad. No tenemos tiempo para conectar, emotivamente, con todo lo que sucede a nuestro alrededor.
Estamos permanentemente rodeadas de imágenes. Imágenes offline, imágenes online. Imágenes en movimiento, imágenes estáticas. Imágenes que acontecen en nuestro presente más inmediato y actual, imágenes presentes del pasado. Estamos permanentemente rodeadas de imágenes. Imágenes, en tanto que fenómenos susceptibles de ser analizados, interpretados, computados, comprendidos y aprehendidos. Estamos permanentemente inmersas en cantidades ingentes de información.
La mirada insatisfecha
La mirada insatisfecha es un título poético a través del cual he querido resumir una idea. Una sospecha, una intuición: me parece que estar en internet es una actividad íntimamente ligada al deseo. Estar en internet, observando imágenes, aprehendiendo información, es estar deseando-espectando, pendientes de una suerte de estímulos que ejercitan, mueven-mantienen nuestra actividad deseante. Somos entes deseantes. La mirada insatisfecha es el título de una imaginación que tengo y que encarno más de lo que me gustaría. Me veo a mí misma vagando sin rumbo aparente por las inmediaciones del espacio virtual que se encuadra en los límites, en las lindes, de mi artefacto, dispositivo, en fin: de mi móvil.
Llego del trabajo y reviso mis redes, contesto mensajes, miro mi correo electrónico, voy a chequear las stories de mis amigas. Entro en tuiter, compruebo cuántos favs me han dado a la última alucinación condensada que se me ha ocurrido compartir, en fin. A veces, cuando llego del trabajo, cuando no tengo nada que hacer, o mientras hago actividades rutinarias, sencillamente me voy a internet: mi discurso interno se desplaza, entro en instantánea interacción con el mundo online. Un mundo repleto de amigos, desconocidos, otros, variada información nacional, mundial, catástrofes, memes... y resulta, y he aquí el point de mi intuición -y una de mis más urgentes preocupaciones- que cuando termino la ruta de comprobación, el recorrido consciente y voluntario por las redes que habito, que llega un momento en donde, sencillamente, pierdo la noción del tiempo.
Entro en internet y no me doy cuenta y me he pasado tres horas mirando imágenes, leyendo a otros, a veces incluso escribo, porque mientras estoy en internet voy pensando y sintiendo y compartiendo y edificando una subjetividad pública, una coartada estructural. El caso es que pierdo la noción del tiempo y del espacio y el hilo de lo que había venido a hacer en internet se ha extendido, se ha hecho largo y lejano y ya no recuerdo qué vine a hacer o a ver aquí. Tengo la sensación de que estar en internet, al principio, es como tener hambre y comer y saciar un deseo de alimento. En muchas ocasiones, estar en internet acaba tornándose en un vagar por gula. No es lo mismo satisfacer el apetito que comer por comer. No es lo mismo acudir a un lugar, que vagar sin saber muy bien a dónde se quiere llegar.
Habitar la espacialidad virtual es ponerse a disposición de una ingente cantidad de imágenes que espectar. Pasar tiempo en internet es tener la sensación de estar acompañada, rodeada de otros. Estar en internet es observar y leer y contactar con el pasado, presente en mi pantalla, de los demás. Internet cataliza tiempos a los que antes no tenía acceso. Internet me sitúa en un espacio amplio de temporalidades constantes y constantes-suspendidas. Estar en internet no tiene fin. No utilizo mis redes, tan solo, para comunicarme concretamente con los demás; los veo vivir. Los leo vivir. Observo. Soy una espectadora de las vidas ajenas, y, en ocasiones, espectadora del horror del mundo. Internet es un catalizador de tiempo, de espacio, de fenómenos, de imágenes y, en consecuencia, de información.
No es lo mismo perseguir un destino que vagar sin rumbo. Se vaga porque se espera y no se sabe el qué. Se vaga porque no hay destino al que acudir, o porque el destino al que deseamos dirigirnos nos es desconocido o quizá sencillamente no exista y lo busquemos y lo busquemos y lo busquemos. A veces, estar en internet es espectar imágenes que nos placen, una detrás de otra, tener al tanto, bien deseantes, nuestros mecanorreceptores. Placer, tibio, pero placer, al fin y al cabo. Estar en internet, vagar sin rumbo por las redes, ser una espectadora de las imágenes ajenas, de las vidas ajenas.
Me gusta vagar por internet. A veces pierdo la noción del tiempo en internet. Quizá estar en internet no tiene mucho que ver con mi capacidad de elección; con mi voluntad. Me parece que un digno oponente de la voluntad es, ahora sí, el deseo: porque el deseo, me temo, no es razonado. Somos sujetos deseantes. El deseo nos mueve.
Pese a las maravillas que ha traído la implementación de artefactos técnicos con los que estar arrojados a la amplitud del mundo, no somos capaces de ponerle fin a nuestra actividad virtual. Acabamos vagando durante horas por nuestro internet. Nuestros teléfonos móviles son dispositivos de actualización permanente del deseo. Rara vez se consecute el placer. Rara vez se satisface la mirada deseante. Se desea, ilimitadamente. Internet es infinito del mismo modo en que mi deseo lo es. Muta. Somos máquinas deseantes y cuerpos-móviles y miradas imposibles de satisfacer. Internet es un catalizador. La virtualidad no se olvida del cuerpo.
El placer de mirar
Es curioso pensar en cómo internet, que es un lugar susceptible de producir mucha ansiedad por el volumen y la densidad de información a la que nos es posible acceder, genera prácticas que subvierten las condiciones ansiosas que el mismo espacio genera. Pienso en el ASMR, pero, sobremanera en el muk-bang.
Los muk-bangers son usuarios que han erigido sus comunidades en base a una práctica muy concreta: comer. Son personas que comen frente a las pantallas de sus ordenadores. No son pocas las personas que disfrutan viendo a otros comer. Escuchando a otros comer. El muk-bang es una práctica que se asienta en dos de nuestros sentidos: la vista y la escucha. Y sin duda, la acepción más importante de esta disposición cultural es el placer. Algunos teóricos culturales estiman que esta práctica, que tiene comienzo en la década de los 2000, puede tener mucha relación con la soledad a la que se ven abocadas muchas personas en Asia, lugar de expedición principal, junto a Estados Unidos, de este tipo de contenido. Y si bien es muy posible que esto sea cierto, y que la soledad haya sido el motor a través del cual se ha puesto en marcha la gran comunidad cultural del muk- bang, los alimentos que se comen y la forma en que se come pueden llevarnos a esgrimir otras conclusiones.
La disposición de los alimentos en el muk-bang es muy parecida a la que se expone cuando observamos un bodegón. Los muk-ban-gers ponen un montón de comida, ordenada, ante ellos, de forma en que normalmente se construye una imagen un tanto peculiar: una imagen que nos recuerda a las imágenes de comida rápida en restaurantes como McDonald, una imagen que nos hace pensar, de forma inevitable, en la publicidad. Esto podría llevarnos a pensar que los muk-bangers hacen un llamamiento a los espectadores; si uno analiza la cartelería de cualquier restaurante de comida rápida, pronto advertirá cómo la comida luce irreal: brilla, es grasienta, genera una sensación de limpieza y pulcritud que poco tiene que ver con la sensación que el consumo de este tipo de alimentos genera en nuestros cuerpos después. De hecho, la relación entre comida rápida, comida basura y muk-bang es indispensable. Normalmente son las grandes marcas de comida rápida las que se patrocinan en este tipo de vídeos, en donde, como hemos dicho antes, no solo vemos a los productores rodeados de comida a modo de bodegón, sino que los vemos engullir velozmente generando una sensación un tanto contradictoria si uno piensa en esa pulcritud inicial con la que se dispone la comida al inicio de los vídeos. Hay una relación clara entre la práctica del muk-bang y el atracón. Y hay una relación entre la práctica del muk-bang y el placer en tanto que, nuestros cuerpos, sucumben al deseo de alimento cuando espectamos a estos youtubers.
Sea como fuere, los espacios virtuales y quienes los ocupan se han percatado de que hay un deseo de mirar al otro y un placer que se ejecuta en el cuerpo del sujeto cuando observa al otro. El muk-bang puede servirnos como ejemplo para comprender, no solo cómo internet no se olvida al cuerpo, sino cómo la cultura virtual moviliza nuestros afectos más íntimos.
Hay una mirada insatisfecha que acude a internet para satisfacer, sin rumbo, un deseo en permanente actualización. Hay una mirada insatisfecha que busca, allí en donde el placer aparece, alguna suerte de culmen. Un culmen que, me temo, no suele llegar. Es así como, frente al agotamiento con el que nos provee la virtualidad, terminamos por buscar en ésta un descanso que no deja de ser algo parecido a un atracón.
Urge repensar en nuestros modos de habitar el espacio online y, más aún, preguntarnos si son nuestras voluntades racionales las que operan al estar en internet o nuestros deseos, insatisfechos e infinitos, cambiantes, que vagan y se actualizan permanentemente en la virtualidad sin llegar a colmar en plena satisfacción.
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