Una casa que no es tuya pero es tuya: el ejemplo del casero como fantasma era motivo de reflexión fantasmagórica en el primer boletín invertebrado. Ahora se trata de otro tipo de fantasma hogareño. Ahora nos ponemos en la piel de aquel cuya casa es suya pero no deja de ser visitada por unos otros espectrales: un hogar antes preparado para los otros que para él, antes constituido por la expectativa de la llegada del extraño y para el acogimiento de los visitantes, que acomodado por y para él dueño en cuestión, amo y señor de la casa. En este caso y casa concretos, su casa no es suya o, de igual manera, su casa es la suya de ellxs, visitantes (¡vaya trabalenguas!). O por decirlo en primera persona (y dar más pistas de a qué sujeto, casa y caso nos referimos): mi casa no es mía, mi casa es la tuya.
En su programa de entrevistas a famosos, Bertín Osborne abre las puertas de su casa para acoger al célebre huésped (cabe aquí aclarar y recordar, como lo haría Derrida, que huésped se utiliza tanto para referirnos a la persona que invita como para la que es invitada, para la que aloja, como para la que es alojada) con toda confortabilidad y charlar apaciblemente en un entorno amigable, a expensas de recibir algún comentario casposo sobre algún familiar o sobre su físico. Mi casa es la tuya, reza el título del programa. De eso se trata, de hacer que el invitado se sienta como en casa. Ese entorno distendido y relajado es en el que se encadenan los chistes y se suceden los comentarios jocosos –machistas algunos, boomers y cuñados la gran mayoría– que pretenden guiar la conversación hacia ese peculiar tono íntimo-televisivo en el que, con algo de suerte, proliferen declaraciones dignas de posterior clickbait. En resumen, se trata de invocar fantasmas espantados y espectros enquistados –rienda suelta al cringe televisivo–.
Frente a esta representación del hogar, de la casa, como un lugar de (supuestamente) máxima intimidad, relajación y esparcimiento, donde confesar los mayores secretos y gozar de la excelsa tranquilidad junto al hospitalario huésped (el amigable Bertín, en este caso), el hogar ha sido el lugar por excelencia donde se manifiesta lo siniestro, que cobra presencia de manera espectral, como algo que ha estado constantemente presente en el seno hogareño y familiar pero que se revela súbitamente de manera angustiante. Lejos de ese contexto de amable charla que propicia Bertín, ajeno a cualquier intranquilidad o inquietante descubrimiento que no sea el desvelado en el transcurso de la conversación, el hogar es escenario para el reencuentro con fenómenos extraños y familiares a un mismo tiempo. Para Freud, lo “familiar extraño” constituía lo más perturbador e inquietante, pues esa conjunción de familiaridad y extrañeza –diría el padre del psicoanálisis– se produce cuando algo que (nos) hemos ocultado emerge un tiempo después ante nosotros como un objeto conocido y raro a la vez, provocándonos una mezcla de atracción y rechazo que a menudo resulta incomprensible.
En este mismo sentido, las haunted mansions o mansiones encantadas, en tanto que símbolo de la falta de independencia psíquica experimentada a menudo por sus jóvenes ocupantes (elemento recurrente en la literatura gótica), enfatizan en la premisa de que “nadie es dueño de su propia casa”, como expone Christine Berthine en su libro Gothic Hauntings. Melancholy Crypts and Textual Ghosts. Esta revelación resuena en el caso, en la casa, de ese otro Bertín (muy español este), cuyo hogar pareciera constantemente disponible para el espectro mediático, el cual se proyecta en su interior y habita en la puerta, incluso cuando no se le espera. Ante la manifiesta cordialidad y relajación, su dueño sufre –con aparente alegría– de la angustiante irrupción recurrente de un otro siempre por llegar. La bienvenida es inevitable: un código de conducta forzada para el pobre Bertín, sea torero aquel que cruza el umbral, cantante corrupto, futbolista o político fascista. Todxs ellxs reciben un abrazo digno de oso montañés del humilde de Bertín.
Sabemos, desde tiempo atrás, que nadie es dueño de su propia casa, pero tampoco de sus propios secretos, traumas y fantasmas, aunque así lo creamos. Así lo ponen de manifiesto Nicolas Abraham (1919-1975) y Mária Török (1925-1998) desde la rama de la psicología, aunque claramente inspirados en las ficciones del gótico. Según su “teoría del fantasma”, los secretos de familia, casi siempre unidos a sentimientos de culpa o vergüenza muy arraigados, se transmiten inevitablemente de una generación a la siguiente. De este modo, los fantasmas van contagiándose de los ancestros a sus descendientes. O por decirlo de otra forma: lo inconsciente de los hijos estaría hecho de lo inconsciente de los padres. Así, una suerte de inconsciente intergeneracional funcionaría como catalizador fantasmal para hacer pervivir los secretos más oscuros (desconocidos incluso por quienes los sufren en sus carnes), impregnados en el hogar con un tejido invisible y extremadamente pegajoso, adherido a las paredes, esquinas y tejados, siempre dispuesto a asediar.
Cabe recordar ya para finalizar la variante del formato televisivo de Bertín, que por un tiempo pasó a denominarse Mi casa es la vuestra y en la que el presentador recibía a varias personas en la misma entrega. Pareciera como si, en realidad, el nombre del programa invitara a pensar que a quien verdaderamente se daba la bienvenida no era a Jesulín de Ubrique, Pablo Motos (o Iglesias) y compañía, sino a unos otros fantasmales, espíritus castizos. Aquella tentativa de programa que no acabó de cuajar del todo nos recuerda que –como evidenciábamos de otra forma en el boletín previo con el ejemplo del casero y como venimos formulando– nuestra casa siempre es de otros (aún cuando es nuestra en un sentido económico y de propiedad legal), que siempre estará habitada por espectros educados –en el mejor de los casos–, o asediada por fantasmas atronadores e irreverentes –en el peor de los escenarios–; que en todos y cada uno de los hogares, incluso en el de Bertín –que nos adentra a su casa, después de una palmadita en la espalda, luciendo enorme sonrisa, camisa vistosa de canallita y gemelos dorados para comer jamón serrano y beber salmorejo– hay fantasmas de un pasado incontenible, quizás a punto de estallar por los aires (para uso y disfrute de Mediaset); que siempre estamos sometidos a su ocupación, a su epifánica manifestación –instantánea, repentina y siniestra–. No lo olvides, nos dice Bertín, al despedirnos con otra efusiva palmada –esta en el pecho, después de tremendo abrazo– ahora risueño y campechano, aunque triste por nuestra partida: Mi casa es la tuya (y la vuestra, fantasmas).
Una casa que no es tuya pero es tuya: el ejemplo del casero como fantasma era motivo de reflexión fantasmagórica en el primer boletín invertebrado. Ahora se trata de otro tipo de fantasma hogareño. Ahora nos ponemos en la piel de aquel cuya casa es suya pero no deja de ser visitada por unos otros espectrales: un hogar antes preparado para los otros que para él, antes constituido por la expectativa de la llegada del extraño y para el acogimiento de los visitantes, que acomodado por y para él dueño en cuestión, amo y señor de la casa. En este caso y casa concretos, su casa no es suya o, de igual manera, su casa es la suya de ellxs, visitantes (¡vaya trabalenguas!). O por decirlo en primera persona (y dar más pistas de a qué sujeto, casa y caso nos referimos): mi casa no es mía, mi casa es la tuya.
En su programa de entrevistas a famosos, Bertín Osborne abre las puertas de su casa para acoger al célebre huésped (cabe aquí aclarar y recordar, como lo haría Derrida, que huésped se utiliza tanto para referirnos a la persona que invita como para la que es invitada, para la que aloja, como para la que es alojada) con toda confortabilidad y charlar apaciblemente en un entorno amigable, a expensas de recibir algún comentario casposo sobre algún familiar o sobre su físico. Mi casa es la tuya, reza el título del programa. De eso se trata, de hacer que el invitado se sienta como en casa. Ese entorno distendido y relajado es en el que se encadenan los chistes y se suceden los comentarios jocosos –machistas algunos, boomers y cuñados la gran mayoría– que pretenden guiar la conversación hacia ese peculiar tono íntimo-televisivo en el que, con algo de suerte, proliferen declaraciones dignas de posterior clickbait. En resumen, se trata de invocar fantasmas espantados y espectros enquistados –rienda suelta al cringe televisivo–.
Frente a esta representación del hogar, de la casa, como un lugar de (supuestamente) máxima intimidad, relajación y esparcimiento, donde confesar los mayores secretos y gozar de la excelsa tranquilidad junto al hospitalario huésped (el amigable Bertín, en este caso), el hogar ha sido el lugar por excelencia donde se manifiesta lo siniestro, que cobra presencia de manera espectral, como algo que ha estado constantemente presente en el seno hogareño y familiar pero que se revela súbitamente de manera angustiante. Lejos de ese contexto de amable charla que propicia Bertín, ajeno a cualquier intranquilidad o inquietante descubrimiento que no sea el desvelado en el transcurso de la conversación, el hogar es escenario para el reencuentro con fenómenos extraños y familiares a un mismo tiempo. Para Freud, lo “familiar extraño” constituía lo más perturbador e inquietante, pues esa conjunción de familiaridad y extrañeza –diría el padre del psicoanálisis– se produce cuando algo que (nos) hemos ocultado emerge un tiempo después ante nosotros como un objeto conocido y raro a la vez, provocándonos una mezcla de atracción y rechazo que a menudo resulta incomprensible.
En este mismo sentido, las haunted mansions o mansiones encantadas, en tanto que símbolo de la falta de independencia psíquica experimentada a menudo por sus jóvenes ocupantes (elemento recurrente en la literatura gótica), enfatizan en la premisa de que “nadie es dueño de su propia casa”, como expone Christine Berthine en su libro Gothic Hauntings. Melancholy Crypts and Textual Ghosts. Esta revelación resuena en el caso, en la casa, de ese otro Bertín (muy español este), cuyo hogar pareciera constantemente disponible para el espectro mediático, el cual se proyecta en su interior y habita en la puerta, incluso cuando no se le espera. Ante la manifiesta cordialidad y relajación, su dueño sufre –con aparente alegría– de la angustiante irrupción recurrente de un otro siempre por llegar. La bienvenida es inevitable: un código de conducta forzada para el pobre Bertín, sea torero aquel que cruza el umbral, cantante corrupto, futbolista o político fascista. Todxs ellxs reciben un abrazo digno de oso montañés del humilde de Bertín.
Sabemos, desde tiempo atrás, que nadie es dueño de su propia casa, pero tampoco de sus propios secretos, traumas y fantasmas, aunque así lo creamos. Así lo ponen de manifiesto Nicolas Abraham (1919-1975) y Mária Török (1925-1998) desde la rama de la psicología, aunque claramente inspirados en las ficciones del gótico. Según su “teoría del fantasma”, los secretos de familia, casi siempre unidos a sentimientos de culpa o vergüenza muy arraigados, se transmiten inevitablemente de una generación a la siguiente. De este modo, los fantasmas van contagiándose de los ancestros a sus descendientes. O por decirlo de otra forma: lo inconsciente de los hijos estaría hecho de lo inconsciente de los padres. Así, una suerte de inconsciente intergeneracional funcionaría como catalizador fantasmal para hacer pervivir los secretos más oscuros (desconocidos incluso por quienes los sufren en sus carnes), impregnados en el hogar con un tejido invisible y extremadamente pegajoso, adherido a las paredes, esquinas y tejados, siempre dispuesto a asediar.
Cabe recordar ya para finalizar la variante del formato televisivo de Bertín, que por un tiempo pasó a denominarse Mi casa es la vuestra y en la que el presentador recibía a varias personas en la misma entrega. Pareciera como si, en realidad, el nombre del programa invitara a pensar que a quien verdaderamente se daba la bienvenida no era a Jesulín de Ubrique, Pablo Motos (o Iglesias) y compañía, sino a unos otros fantasmales, espíritus castizos. Aquella tentativa de programa que no acabó de cuajar del todo nos recuerda que –como evidenciábamos de otra forma en el boletín previo con el ejemplo del casero y como venimos formulando– nuestra casa siempre es de otros (aún cuando es nuestra en un sentido económico y de propiedad legal), que siempre estará habitada por espectros educados –en el mejor de los casos–, o asediada por fantasmas atronadores e irreverentes –en el peor de los escenarios–; que en todos y cada uno de los hogares, incluso en el de Bertín –que nos adentra a su casa, después de una palmadita en la espalda, luciendo enorme sonrisa, camisa vistosa de canallita y gemelos dorados para comer jamón serrano y beber salmorejo– hay fantasmas de un pasado incontenible, quizás a punto de estallar por los aires (para uso y disfrute de Mediaset); que siempre estamos sometidos a su ocupación, a su epifánica manifestación –instantánea, repentina y siniestra–. No lo olvides, nos dice Bertín, al despedirnos con otra efusiva palmada –esta en el pecho, después de tremendo abrazo– ahora risueño y campechano, aunque triste por nuestra partida: Mi casa es la tuya (y la vuestra, fantasmas).