La película Monstruos S.A. se ubica en la ciudad de Monstruópolis, un mundo habitado por monstruos en donde sus personajes se abastecen de la energía obtenida a partir de los gritos de niños humanos. Para conseguirla, en la fábrica de Monstruos S. A., criaturas profesionales empleadas como “asustadoras” se aventuran al mundo donde viven las personas para cosechar los gritos de los niños a través de portales que desembocan en los armarios de sus habitaciones. Todo empieza a tornarse problemático cuando se dan cuenta de que la producción de energía no para de decrecer debido a que los niños son cada vez más difíciles de asustar. De hecho, en un momento de la película, Sulley y Wazouski se dan cuenta de que son incapaces de asustar a Boo, una niña que se ha colado en la fábrica, quien cambia los llantos por carcajadas: los monstruos han dejado de darle miedo.
Algo semejante parece haber ocurrido también en el arte contemporáneo: los monstruos ya no asustan —ni mucho menos aterrorizan—, sino que resultan divertidos y excéntricos. En vez de abastecerse de llantos y alaridos de terror, los artistas recogen risotadas y muecas de diversión. Los monstruos ya no generan miedo alguno sino que se manifiestan de manera irónica, juguetona, traviesa, lúdica y ridícula. Cabe preguntarse el porqué de esta deriva: ¿a qué se debe este giro monstruoso?, ¿por qué vemos tantos monstruos risueños y joviales en las exposiciones de arte contemporáneo?, ¿qué explica esto de la sociedad en que vivimos y quiénes han tratado de otorgar una explicación lúcida a esta situación? En resumen, ¿por qué los monstruos actuales son tan irresistiblemente divertidos? Y, sobre todo: ¿de qué o de quiénes se ríen estos monstruos?
Si algo caracteriza al monstruo es que este siempre resulta completamente inadecuado: por fortuna o por desgracia, “está bastante solo con sus capacidades”. Así lo expresa Boris Groys en uno de los pocos textos que otorgan algo de luz acerca de esta “jovialidad de lo monstruoso” que se impone en la contemporaneidad. En este texto, titulado justamente La jovialidad de lo monstruoso, Groys trata de dilucidar las características actuales de esta hipertrofiada categoría estética de lo monstruoso, en la que confluye lo excéntrico y lo absurdo, lo jovial y lo anodino. Como pone de manifiesto la obra de artistas contemporáneos como Ryan Heshka, Aaron Johnson, Keiichi Tanami, Mu Pan o Peter Saul (entre muchos otros), nos enfrentamos en muchos casos a una “visión que ya no es trágica ni chocante para nosotros, sino que tiene un efecto calmante, porque nos hace darnos cuenta de lo monstruosos que somos, de lo poco que nos separa de la muerte, y de lo poco que perdemos por ella. Y entonces inmediatamente dejamos de tener pensamientos negativos”, en palabras de Groys.
Muchos de los monstruos incrédulos y divertidos que trae consigo la posmodernidad expresan esa falta de fundamento primero. Su descrédito simbólico viene acompañado por el fin de los relatos, cuando incluso –tal y como expone Boris Groys— “la norma corporal se disuelve […] en lo monstruoso”. En consecuencia, cualquiera puede de repente tomar la forma de un monstruo. Aquel que se ha dedicado día y noche en el gimnasio al culto del cuerpo o también un mediocre hombre estadounidense pueden súbitamente convertirse en un extraño monstruo divertido. De esta forma, el umbral de lo monstruoso, tal y como lo conocíamos, se ha desquiciado por completo. Sus junturas oxidadas no excluyen férreamente aquella alteridad temida e indeseada.
El monstruo divertido asume en la contemporaneidad principalmente dos estrategias que muchas veces se combinan: la irónica y la ridícula. Esta monstruosidad lúdica y jovial pone en evidencia un distanciamiento con el mundo, una toma de distancia con el objeto retratado —que no una pérdida de gravedad—: una marcada ironía en el modo de afrontar lo terrible, lo doloroso, lo inhumano, lo monstruoso. La complicidad del artista con el monstruo, como la del dueño con su mascota, demuestra una voluntad de huida de la realidad aterradora, al tiempo que se percibe como una invitación al juego.
Un caso muy claro de todo ello lo vemos en las obras de Keiichi Tanaami, donde el rostro desfigurado y exhausto por el retumbar de las bombas se combina con una infinitud de expresiones extáticas. La monstruosidad excéntrica que retrata el artista japonés Keiichi Tanaami en sus obras tiene que ver con una sensibilidad posmoderna, muy influenciada por el pop americano, por el ukiyo-e japonés y la estética superflat que desarrolló el artista Takashi Murakami, pero sobre todo está tremendamente marcada por las pesadillas de un pasado traumático y la impotencia de especular con un futuro mesiánico.
Esta monstruosidad excéntrica y psicodélica del artista deja de afirmar al sujeto, de prometer una inteligibilidad, un relato, para funcionar como una fuerza centrífuga, como un estallido de bombas y carcajadas. En el caso de artistas como Tanaami, la posibilidad acechante del colapso y la omnipresencia de lo monstruoso no se padecen a través un patetismo trágico nietzscheano, sino que toman la forma de un nihilismo lúdico. Así pues, en muchas ocasiones, este tipo de expresiones capturan el monstruo infantil y divertido como catalizador de pesadillas, que se conecta a través de la ironía y la nostalgia con un pasado perdido (quizás no vivido) que se añora, que se quiere salvar o restituir. Lo que anteriormente se padecía como una tragedia insoportable, ahora (re)aparece en forma de farsa de la mano del monstruo. Para ello, lo monstruoso, que siempre se ha vinculado a lo bello, a partir de mediados del siglo pasado —y especialmente con la entrada en la posmodernidad—, se hibrida con otras categorías estéticas como lo cuqui, lo kawaii o lo jovial. Su contemplación no conlleva el shock o la dislocación, sino la risa, el deseo y el goce. Pareciera que lo monstruoso pudiera ser advertido a través de una mirada feliz. Poco a poco, el Godzilla se dulcifica y se convierte en un ser absolutamente inofensivo. Lleno de color, sale el monstruo de las profundidades para emerger en la superficie, para situarse siempre enfrente. Ante la evidencia del caos, la belleza sirve de coartada.
De esta forma, frente a aquellos monstruos del barroco o del romanticismo, el paradigma de lo monstruoso contemporáneo es otro muy distinto. Si escuchamos a Boris Groys,
“todo sucede como en una serie de televisión americana: lo normal ya no existe, todos los miembros de la familia y los conocidos son monstruos y todos viven en un vecindario monstruoso. La tensión habitual entre lo normal y lo monstruoso se elimina, y la trama se vuelve de manera agradable banal y al mismo tiempo divertida, porque allí donde no existe lo normal, uno ya no es algo trágico sino divertido sin más. Esta jovialidad de lo monstruoso significa una definitiva aceptación del sinsentido, del absurdo, del libre juego de las fuerzas de la vida”.
Como Boo, que ya no llora en su habitación con la llegada de Sulley y Wazouski, que no se asusta ni grita aterrorizada en su casita de Monstruópolis, admiramos hoy día nosotros también los monstruos de nuestro tiempo con una mueca burlona, con una sonrisa en el rostro. En ocasiones, incluso, estallamos a carcajadas. Sin embargo, al rato se nos queda un regusto agridulce; una sensación repentina de desasosiego nos aborda. Todo es demasiado jovial, demasiado alegre —pensamos—. El vacío dejado por el desalojo de lo terrible —también de lo heroico—, que se vuelve absurdo y divertido, nos lleva inevitablemente a sospechar la excentricidad de la vida.
En otras ocasiones, en cambio —las más de las veces— no sucede esta catarsis, este (auto)extrañamiento, conducido por una súbita y profunda sospecha de la totalidad; en esos momento únicamente aflora una repentina duda: ¿y si los monstruitos que contemplamos en ferias, bienales y museos se estuvieran riendo de nosotros —de nuestra complicidad ingenua, frívola, cínica, con su felicidad impostada—?, ¿y si su risa fuese, en el fondo, una burla al espectador-cómplice con su vacuidad —la del monstruito risueño—?, ¿y si la felicidad del monstruo contemporáneo resultara ser, finalmente, una caricatura naive al servicio del capital y de las esferas más despolitizadas del arte contemporáneo?
La película Monstruos S.A. se ubica en la ciudad de Monstruópolis, un mundo habitado por monstruos en donde sus personajes se abastecen de la energía obtenida a partir de los gritos de niños humanos. Para conseguirla, en la fábrica de Monstruos S. A., criaturas profesionales empleadas como “asustadoras” se aventuran al mundo donde viven las personas para cosechar los gritos de los niños a través de portales que desembocan en los armarios de sus habitaciones. Todo empieza a tornarse problemático cuando se dan cuenta de que la producción de energía no para de decrecer debido a que los niños son cada vez más difíciles de asustar. De hecho, en un momento de la película, Sulley y Wazouski se dan cuenta de que son incapaces de asustar a Boo, una niña que se ha colado en la fábrica, quien cambia los llantos por carcajadas: los monstruos han dejado de darle miedo.
Algo semejante parece haber ocurrido también en el arte contemporáneo: los monstruos ya no asustan —ni mucho menos aterrorizan—, sino que resultan divertidos y excéntricos. En vez de abastecerse de llantos y alaridos de terror, los artistas recogen risotadas y muecas de diversión. Los monstruos ya no generan miedo alguno sino que se manifiestan de manera irónica, juguetona, traviesa, lúdica y ridícula. Cabe preguntarse el porqué de esta deriva: ¿a qué se debe este giro monstruoso?, ¿por qué vemos tantos monstruos risueños y joviales en las exposiciones de arte contemporáneo?, ¿qué explica esto de la sociedad en que vivimos y quiénes han tratado de otorgar una explicación lúcida a esta situación? En resumen, ¿por qué los monstruos actuales son tan irresistiblemente divertidos? Y, sobre todo: ¿de qué o de quiénes se ríen estos monstruos?
Si algo caracteriza al monstruo es que este siempre resulta completamente inadecuado: por fortuna o por desgracia, “está bastante solo con sus capacidades”. Así lo expresa Boris Groys en uno de los pocos textos que otorgan algo de luz acerca de esta “jovialidad de lo monstruoso” que se impone en la contemporaneidad. En este texto, titulado justamente La jovialidad de lo monstruoso, Groys trata de dilucidar las características actuales de esta hipertrofiada categoría estética de lo monstruoso, en la que confluye lo excéntrico y lo absurdo, lo jovial y lo anodino. Como pone de manifiesto la obra de artistas contemporáneos como Ryan Heshka, Aaron Johnson, Keiichi Tanami, Mu Pan o Peter Saul (entre muchos otros), nos enfrentamos en muchos casos a una “visión que ya no es trágica ni chocante para nosotros, sino que tiene un efecto calmante, porque nos hace darnos cuenta de lo monstruosos que somos, de lo poco que nos separa de la muerte, y de lo poco que perdemos por ella. Y entonces inmediatamente dejamos de tener pensamientos negativos”, en palabras de Groys.
Muchos de los monstruos incrédulos y divertidos que trae consigo la posmodernidad expresan esa falta de fundamento primero. Su descrédito simbólico viene acompañado por el fin de los relatos, cuando incluso –tal y como expone Boris Groys— “la norma corporal se disuelve […] en lo monstruoso”. En consecuencia, cualquiera puede de repente tomar la forma de un monstruo. Aquel que se ha dedicado día y noche en el gimnasio al culto del cuerpo o también un mediocre hombre estadounidense pueden súbitamente convertirse en un extraño monstruo divertido. De esta forma, el umbral de lo monstruoso, tal y como lo conocíamos, se ha desquiciado por completo. Sus junturas oxidadas no excluyen férreamente aquella alteridad temida e indeseada.
El monstruo divertido asume en la contemporaneidad principalmente dos estrategias que muchas veces se combinan: la irónica y la ridícula. Esta monstruosidad lúdica y jovial pone en evidencia un distanciamiento con el mundo, una toma de distancia con el objeto retratado —que no una pérdida de gravedad—: una marcada ironía en el modo de afrontar lo terrible, lo doloroso, lo inhumano, lo monstruoso. La complicidad del artista con el monstruo, como la del dueño con su mascota, demuestra una voluntad de huida de la realidad aterradora, al tiempo que se percibe como una invitación al juego.
Un caso muy claro de todo ello lo vemos en las obras de Keiichi Tanaami, donde el rostro desfigurado y exhausto por el retumbar de las bombas se combina con una infinitud de expresiones extáticas. La monstruosidad excéntrica que retrata el artista japonés Keiichi Tanaami en sus obras tiene que ver con una sensibilidad posmoderna, muy influenciada por el pop americano, por el ukiyo-e japonés y la estética superflat que desarrolló el artista Takashi Murakami, pero sobre todo está tremendamente marcada por las pesadillas de un pasado traumático y la impotencia de especular con un futuro mesiánico.
Esta monstruosidad excéntrica y psicodélica del artista deja de afirmar al sujeto, de prometer una inteligibilidad, un relato, para funcionar como una fuerza centrífuga, como un estallido de bombas y carcajadas. En el caso de artistas como Tanaami, la posibilidad acechante del colapso y la omnipresencia de lo monstruoso no se padecen a través un patetismo trágico nietzscheano, sino que toman la forma de un nihilismo lúdico. Así pues, en muchas ocasiones, este tipo de expresiones capturan el monstruo infantil y divertido como catalizador de pesadillas, que se conecta a través de la ironía y la nostalgia con un pasado perdido (quizás no vivido) que se añora, que se quiere salvar o restituir. Lo que anteriormente se padecía como una tragedia insoportable, ahora (re)aparece en forma de farsa de la mano del monstruo. Para ello, lo monstruoso, que siempre se ha vinculado a lo bello, a partir de mediados del siglo pasado —y especialmente con la entrada en la posmodernidad—, se hibrida con otras categorías estéticas como lo cuqui, lo kawaii o lo jovial. Su contemplación no conlleva el shock o la dislocación, sino la risa, el deseo y el goce. Pareciera que lo monstruoso pudiera ser advertido a través de una mirada feliz. Poco a poco, el Godzilla se dulcifica y se convierte en un ser absolutamente inofensivo. Lleno de color, sale el monstruo de las profundidades para emerger en la superficie, para situarse siempre enfrente. Ante la evidencia del caos, la belleza sirve de coartada.
De esta forma, frente a aquellos monstruos del barroco o del romanticismo, el paradigma de lo monstruoso contemporáneo es otro muy distinto. Si escuchamos a Boris Groys,
“todo sucede como en una serie de televisión americana: lo normal ya no existe, todos los miembros de la familia y los conocidos son monstruos y todos viven en un vecindario monstruoso. La tensión habitual entre lo normal y lo monstruoso se elimina, y la trama se vuelve de manera agradable banal y al mismo tiempo divertida, porque allí donde no existe lo normal, uno ya no es algo trágico sino divertido sin más. Esta jovialidad de lo monstruoso significa una definitiva aceptación del sinsentido, del absurdo, del libre juego de las fuerzas de la vida”.
Como Boo, que ya no llora en su habitación con la llegada de Sulley y Wazouski, que no se asusta ni grita aterrorizada en su casita de Monstruópolis, admiramos hoy día nosotros también los monstruos de nuestro tiempo con una mueca burlona, con una sonrisa en el rostro. En ocasiones, incluso, estallamos a carcajadas. Sin embargo, al rato se nos queda un regusto agridulce; una sensación repentina de desasosiego nos aborda. Todo es demasiado jovial, demasiado alegre —pensamos—. El vacío dejado por el desalojo de lo terrible —también de lo heroico—, que se vuelve absurdo y divertido, nos lleva inevitablemente a sospechar la excentricidad de la vida.
En otras ocasiones, en cambio —las más de las veces— no sucede esta catarsis, este (auto)extrañamiento, conducido por una súbita y profunda sospecha de la totalidad; en esos momento únicamente aflora una repentina duda: ¿y si los monstruitos que contemplamos en ferias, bienales y museos se estuvieran riendo de nosotros —de nuestra complicidad ingenua, frívola, cínica, con su felicidad impostada—?, ¿y si su risa fuese, en el fondo, una burla al espectador-cómplice con su vacuidad —la del monstruito risueño—?, ¿y si la felicidad del monstruo contemporáneo resultara ser, finalmente, una caricatura naive al servicio del capital y de las esferas más despolitizadas del arte contemporáneo?