La crisis del arte contemporáneo supone algo más que la falta de un pensamiento metacrítico unificador, y tampoco puede resolverse mediante caros trasplantes de órganos interdisciplinarios. Los problemas del arte reflejan una crisis ideológica y cultural más profunda, cuyo origen debe buscarse en el proceso de decadencia en que ha entrado la cosmovisión del capitalismo liberal. Por decirlo claramente: estas crisis están ancladas en las desigualdades impuestas materialmente por el capitalismo avanzado, y solo se resolverán prácticamente a través de la lucha por un socialismo auténtico.
—Allan Sekula
Cuando uno escribe un texto de metacrítica, ha de empezar siempre justificándose. No hay otra: hacer metacrítica es barrer sobre mojado. Se trata de una actividad condenada al fracaso constante, aburrida de transmitir, técnica en el peor sentido de la palabra. No conserva nada de ese misterio, de ese discurrir sorpresivo que caracteriza a la crítica. “Crítica”, ya sabemos, se dice de muchas maneras, y de muchas maneras se practica: no dice lo mismo la “crítica” en el sintagma “de arte” que la “crítica” que viene acompañada del prefijo “meta-”, ni se practican igual: una viene caracterizada por la espontaneidad y la voluntad de estilo; la otra, por desgracia, solo viene a hacer su peritaje: a “corregir” y a revisar los criterios, e intentar, desde ahí, si es que se puede, construir algo. La ampliación de los discursos metacríticos es, desde luego, un síntoma. Hace ya veinte años que James Elkins publicó ese famoso panfleto que lleva por título What Happend to Art Criticism? Pero, en serio, ¿qué ocurrió?
En los años 70, como indica la paradigmática cita de Allan Sekula, ya se venía debatiendo la relación entre el estado del arte y el estado de la crítica, pero realmente cada uno marca el inicio de la decadencia de la crítica cuando y donde quiere: en los tempranos 80, con el surgimiento del neoliberalismo, en los tardíos 60, con el auge del pop art; en los tempranos 60, con la tendencia posestructuralista, en los 40, con la instrumentalización greenbergiana, etcétera. En fin, el marcaje de la “decadencia” de una disciplina casi siempre es ideológico e interesado. Como ya destacó Paul de Man, crítica y crisis van constantemente de la mano.
En 1928, Walter Benjamin diagnosticó la muerte de la crítica, argu- mentando que la distancia con las cosas que la posibilitaba era ya imposible: «ahora, sin embargo, la sociedad se ve presionada por las cosas desde demasiado cerca». Benjamin, sin embargo, caía en la trampa apocalíptica. No se necesita distancia para fundar la crítica, sino cierta sensación de distancia. Y es justamente la burguesía la que siempre se ha tomado “las distancias adecuadas” para mirar, para comprender; es esa distancia que posibilita la “contemplación” en un sentido abierto y que place por su mera existencia, una distancia acomodada que requiere la existencia de los acomodadores. Es justamente esa sensación de distancia la que posibilita la(s) lectura(s) de Andy Warhol, quien nos recordó que lo propio de nuestro tiempo es mirarlo todo de cerca y seguir mirando sin perturbación. A medida que avanzaba la democratización visual, de la que Warhol fue agente y testigo, la figura del crítico se diluye, y su espacio de acción queda reducido al mercado (algo que, encima, también advirtió Warhol).
En el catálogo de argumentos por la decadencia de la crítica encontramos de todo: el colapso del mercado, autoculpabilidad post-elitista, un vacío generacional, la coincidencia entre arte y filosofía en el arte conceptual (o entre arte y consumo en el arte pop), la pérdida del criterio de calidad, la llegada del consenso masificado, la desarticulación de la figura del mediador, la complicidad del crítico con la institución y el mercado, la emergencia de la figura del comisario, el desinterés de los artistas por la crítica, la pérdida de importancia pública de la personalidad crítica, y last but not least, pocos lectores. ¿Qué hacer? En fin, un análisis facilón y simple cerraría la puerta arguyendo que la crítica, en la era mercantilista, ni existe ni puede existir, y que por tanto es comprensible el cauce hacia dinámicas marcadas por la movilidad económica. Pero lo cierto es que la crítica, tal y como la entendíamos, ni existe ni puede existir porque corresponde a un tiempo irreversiblemente clausurado, a un momento estético particular.
No nos basta una perspectiva histórica para hablar de la crítica hoy. Nos sirve para diagnosticar esas tendencias críticas que se perdieron, para entender el pasado próximo, pero, al final, nos acabamos tragando los últimos veinte años, esos que han pasado desde la publicación del panfleto de Elkins. Veinte años que son esenciales, pues han producido una mutación visual prácticamente sin precedentes, radical. Hemos asumido que el origen de la crítica responde al nacimiento de una nueva sensibilidad, la burguesa. ¿Por qué no aceptar que los cambios en la sensibilidad colectiva la obligan a mudar de piel? Hemos de pensar, desde luego, en qué terreno se asienta hoy la crítica, cuáles son los cambios que han producido un terremoto, que han llevado a un punto de no-retorno que hace imposible de nuevo su aparición: no solo me refiero a los feminismos (y, entre ellos, a dos con mayor potencial estético: el feminismo queer y el #MeToo), no solo me refiero a la teoría poscolonial, pues ambas encuentran un correlato identificable en la cultura de masas e introducen la “crítica” en el museo. No solo. Me refiero a la desarticulación misma de la idea de “juicio”. En el camino entre la reacción anticrítica, representada por el juicio común «esa crítica es tan válida como la mía», que siempre implica superioridad (aunque no lo parezca), y la reverencia absoluta y vacía al crítico tiene que haber algo. Ese “algo” es nada menos que el saber estético contemporáneo (o, mejor dicho, el saber visual contemporáneo), sujeto a una serie de elementos inherentes a nuestra cultura en devenir. Por otro lado, los lamentos por la muerte de la crítica, o los reclamos por su vuelta, en abstracto, por lo único que luchan es por la vuelta de los juicios jerárquicos, por “volver a hacer que los juicios cuenten”. Los fantasmas de la vieja crítica solo pueden retornar para cavar el hoyo de la sociedad escindida, dividida en clase intelectual y clase trabajadora-manual; volver, bajo la sombra del reseñismo, al momento instructivo y prescriptor de la crítica, volver para enseñar. Pero la crítica no enseña ni se enseña, al contrario, nace de la interacción no de la unidireccionalidad.
Hay ciertos elementos del saber estético contemporáneo que definen nuestra mirada y pueden servir como “criterios de estabilidad” para la crítica. Entre ellos:
● Entender la crítica como un acto performativo (es decir, que crea realidades) que no se agota en la información, que no es meramente representativo o
● Independizarla parcialmente del objeto o el acontecimiento, y totalmente de la “experiencia” subjetivamente mediada y mal
● Sustituir la presión de la “función social de la crítica” por la asunción de una influencia moderada, parcial y vicaria; sustituir “persuasión” por “precisión”.
● Entenderla como una actividad constructora y no destructora, elementalmente anti-prejuiciosa, que inscribe el gusto estético en una atmósfera ya existente de
● Salir de la novedad, revisar el “pasado reciente”.
● Aprovechar el “hibridismo metodológico” que ofrece la crítica cultural ya presente para desubicar los lenguajes
● Salir del campo artístico, extenderla hacia la publicidad y cualquier tipo de lenguaje Prestar especial atención a la circulación de las imágenes.
● Metodológicamente, propone una escritura desagencial, que elimina especulativamente la influencia directa del comisario, el director de museo, para centrarse en lo que la exposición manifiesta sobre el presente (próximo-pasado).
● Partir de un punto de no-conformidad con el contexto, apuntar ya no solo al proceso de producción (marxismo) sino a los mecanismos de difusión.
Para saber, hay que imaginarse (Didi-Huberman dixit). Para ejercer hoy la crítica, antes hay que imaginársela.
La crisis del arte contemporáneo supone algo más que la falta de un pensamiento metacrítico unificador, y tampoco puede resolverse mediante caros trasplantes de órganos interdisciplinarios. Los problemas del arte reflejan una crisis ideológica y cultural más profunda, cuyo origen debe buscarse en el proceso de decadencia en que ha entrado la cosmovisión del capitalismo liberal. Por decirlo claramente: estas crisis están ancladas en las desigualdades impuestas materialmente por el capitalismo avanzado, y solo se resolverán prácticamente a través de la lucha por un socialismo auténtico.
—Allan Sekula
Cuando uno escribe un texto de metacrítica, ha de empezar siempre justificándose. No hay otra: hacer metacrítica es barrer sobre mojado. Se trata de una actividad condenada al fracaso constante, aburrida de transmitir, técnica en el peor sentido de la palabra. No conserva nada de ese misterio, de ese discurrir sorpresivo que caracteriza a la crítica. “Crítica”, ya sabemos, se dice de muchas maneras, y de muchas maneras se practica: no dice lo mismo la “crítica” en el sintagma “de arte” que la “crítica” que viene acompañada del prefijo “meta-”, ni se practican igual: una viene caracterizada por la espontaneidad y la voluntad de estilo; la otra, por desgracia, solo viene a hacer su peritaje: a “corregir” y a revisar los criterios, e intentar, desde ahí, si es que se puede, construir algo. La ampliación de los discursos metacríticos es, desde luego, un síntoma. Hace ya veinte años que James Elkins publicó ese famoso panfleto que lleva por título What Happend to Art Criticism? Pero, en serio, ¿qué ocurrió?
En los años 70, como indica la paradigmática cita de Allan Sekula, ya se venía debatiendo la relación entre el estado del arte y el estado de la crítica, pero realmente cada uno marca el inicio de la decadencia de la crítica cuando y donde quiere: en los tempranos 80, con el surgimiento del neoliberalismo, en los tardíos 60, con el auge del pop art; en los tempranos 60, con la tendencia posestructuralista, en los 40, con la instrumentalización greenbergiana, etcétera. En fin, el marcaje de la “decadencia” de una disciplina casi siempre es ideológico e interesado. Como ya destacó Paul de Man, crítica y crisis van constantemente de la mano.
En 1928, Walter Benjamin diagnosticó la muerte de la crítica, argu- mentando que la distancia con las cosas que la posibilitaba era ya imposible: «ahora, sin embargo, la sociedad se ve presionada por las cosas desde demasiado cerca». Benjamin, sin embargo, caía en la trampa apocalíptica. No se necesita distancia para fundar la crítica, sino cierta sensación de distancia. Y es justamente la burguesía la que siempre se ha tomado “las distancias adecuadas” para mirar, para comprender; es esa distancia que posibilita la “contemplación” en un sentido abierto y que place por su mera existencia, una distancia acomodada que requiere la existencia de los acomodadores. Es justamente esa sensación de distancia la que posibilita la(s) lectura(s) de Andy Warhol, quien nos recordó que lo propio de nuestro tiempo es mirarlo todo de cerca y seguir mirando sin perturbación. A medida que avanzaba la democratización visual, de la que Warhol fue agente y testigo, la figura del crítico se diluye, y su espacio de acción queda reducido al mercado (algo que, encima, también advirtió Warhol).
En el catálogo de argumentos por la decadencia de la crítica encontramos de todo: el colapso del mercado, autoculpabilidad post-elitista, un vacío generacional, la coincidencia entre arte y filosofía en el arte conceptual (o entre arte y consumo en el arte pop), la pérdida del criterio de calidad, la llegada del consenso masificado, la desarticulación de la figura del mediador, la complicidad del crítico con la institución y el mercado, la emergencia de la figura del comisario, el desinterés de los artistas por la crítica, la pérdida de importancia pública de la personalidad crítica, y last but not least, pocos lectores. ¿Qué hacer? En fin, un análisis facilón y simple cerraría la puerta arguyendo que la crítica, en la era mercantilista, ni existe ni puede existir, y que por tanto es comprensible el cauce hacia dinámicas marcadas por la movilidad económica. Pero lo cierto es que la crítica, tal y como la entendíamos, ni existe ni puede existir porque corresponde a un tiempo irreversiblemente clausurado, a un momento estético particular.
No nos basta una perspectiva histórica para hablar de la crítica hoy. Nos sirve para diagnosticar esas tendencias críticas que se perdieron, para entender el pasado próximo, pero, al final, nos acabamos tragando los últimos veinte años, esos que han pasado desde la publicación del panfleto de Elkins. Veinte años que son esenciales, pues han producido una mutación visual prácticamente sin precedentes, radical. Hemos asumido que el origen de la crítica responde al nacimiento de una nueva sensibilidad, la burguesa. ¿Por qué no aceptar que los cambios en la sensibilidad colectiva la obligan a mudar de piel? Hemos de pensar, desde luego, en qué terreno se asienta hoy la crítica, cuáles son los cambios que han producido un terremoto, que han llevado a un punto de no-retorno que hace imposible de nuevo su aparición: no solo me refiero a los feminismos (y, entre ellos, a dos con mayor potencial estético: el feminismo queer y el #MeToo), no solo me refiero a la teoría poscolonial, pues ambas encuentran un correlato identificable en la cultura de masas e introducen la “crítica” en el museo. No solo. Me refiero a la desarticulación misma de la idea de “juicio”. En el camino entre la reacción anticrítica, representada por el juicio común «esa crítica es tan válida como la mía», que siempre implica superioridad (aunque no lo parezca), y la reverencia absoluta y vacía al crítico tiene que haber algo. Ese “algo” es nada menos que el saber estético contemporáneo (o, mejor dicho, el saber visual contemporáneo), sujeto a una serie de elementos inherentes a nuestra cultura en devenir. Por otro lado, los lamentos por la muerte de la crítica, o los reclamos por su vuelta, en abstracto, por lo único que luchan es por la vuelta de los juicios jerárquicos, por “volver a hacer que los juicios cuenten”. Los fantasmas de la vieja crítica solo pueden retornar para cavar el hoyo de la sociedad escindida, dividida en clase intelectual y clase trabajadora-manual; volver, bajo la sombra del reseñismo, al momento instructivo y prescriptor de la crítica, volver para enseñar. Pero la crítica no enseña ni se enseña, al contrario, nace de la interacción no de la unidireccionalidad.
Hay ciertos elementos del saber estético contemporáneo que definen nuestra mirada y pueden servir como “criterios de estabilidad” para la crítica. Entre ellos:
● Entender la crítica como un acto performativo (es decir, que crea realidades) que no se agota en la información, que no es meramente representativo o
● Independizarla parcialmente del objeto o el acontecimiento, y totalmente de la “experiencia” subjetivamente mediada y mal
● Sustituir la presión de la “función social de la crítica” por la asunción de una influencia moderada, parcial y vicaria; sustituir “persuasión” por “precisión”.
● Entenderla como una actividad constructora y no destructora, elementalmente anti-prejuiciosa, que inscribe el gusto estético en una atmósfera ya existente de
● Salir de la novedad, revisar el “pasado reciente”.
● Aprovechar el “hibridismo metodológico” que ofrece la crítica cultural ya presente para desubicar los lenguajes
● Salir del campo artístico, extenderla hacia la publicidad y cualquier tipo de lenguaje Prestar especial atención a la circulación de las imágenes.
● Metodológicamente, propone una escritura desagencial, que elimina especulativamente la influencia directa del comisario, el director de museo, para centrarse en lo que la exposición manifiesta sobre el presente (próximo-pasado).
● Partir de un punto de no-conformidad con el contexto, apuntar ya no solo al proceso de producción (marxismo) sino a los mecanismos de difusión.
Para saber, hay que imaginarse (Didi-Huberman dixit). Para ejercer hoy la crítica, antes hay que imaginársela.