Pau Olmo
Name it, read it, tune it, print it, scan it, send it, rename it, break it, fix it, trash it, change it, mail, upgrade it, charge it, point it, zoom it, press it, snap it, work it, quick erase it, write it, cut it, paste it, save it, load it, lock it, fill it, call it, find it, view it, code it, unlock it, surf it, scroll it, pause it, click it, cross it, crack it, switch, update it. BUILD IT. CLOUD IT.
— Daft Punk. Technologic. Human After All. 2005
Vuelco 236 archivos .jpeg sobre una plantilla prediseñada de PowerPoint. Exporto pdf. Suena el iphone: 6.00 am. Dejo el piso de mi hermana en La Latina, llego al intercambiador en Avenida América. Café largo, doble. Me agobio: creo que he olvidado algo. Por si acaso abro el portátil y me conecto a la IP de la cafetería; arrastro el archivo a la carpeta que comparto con Manu en Google Drive. Espero, fumo, actualizo.
A las 7:46:03, nace un paquete en Internet. Peso: 60 megabytes. Nombre: “Ignis Vestae – Ignis Machinae: archivo y museo, una naturaleza termodinámica”. Todo OK. Subo al bus que va a Logroño. Mi paquete, en cambio, se dirige a un lugar llamado 167.252.128.6. Su viaje comienza con un salto rápido de siete metros por segundo a una caja llamada enrutador doméstico. De allí, se precipita con una velocidad de 30.600.000 km/h y corre durante 10 segundos de la calle al cable subterráneo que lo lleva al enrutador principal de la ciudad, en Rivas-Vaciamadrid.
Abandona el país. Viaja durante 0,05 segundos a través de un túnel en dirección a Frankfurt. Frankfurt es un destino muy popular para aquellos paquetes de datos nacidos en los países del sur de Europa en la franja horaria CET/CEST. Casi el 50% de ellos en algún momento de su cortísima vida pasan por el DeCIX: el punto de Intercambio de la red de tráfico de datos (IXP) más grande del mundo. Allí, se encuentran y se conectan un total de más de 600 IPs de 60 países distintos con una media de 2523 gigabytes de tráfico por segundo. En definitiva, el JFK computacional de la eurozona.
Después de la visita a este punto de intercambio, nuestro paquete se dirige a Dublín, pasando por el operador de TelecityGroup: un centro de datos neutral especializado en aplicaciones de uso intensivo de banda ancha, alojamiento de contenido e información. Duerme allí durante diez segundos. Al despertar será clonado y almacenado en otros servidores de retención de datos de ISP, que rebotarán su información a diferentes agencias gubernamentales o empresas comerciales. Finalmente, y en menos de un minuto, el paquete llegará a su destino final: el centro de datos 167.252.128.6 que Google tiene instalado en Baldonnel Road. Un lugar sin código postal al que solemos referirnos como nube.
Hoy, esta nube es la metáfora central de Internet: un sistema de gran potencia y energía que, sin embargo, conserva el aura de algo espiritual y numinoso. No es ingrávida; tampoco amorfa; ni siquiera es invisible. Tiene una materialidad erigida a base de líneas telefónicas, fibra óptica, satélites, cables tendidos sobre el lecho marino e inmensas naves industriales repletas de servidores que consumen ingentes cantidades de agua y electricidad. Conforma una geografía de banda ancha que, del mismo modo que tiene el poder de alterar los patrones de asentamiento y redistribuir los recursos, opera legalmente más allá de cualquier geografía física o política. Su soporte jurisdiccional traza una gobernanza alejada del control público, situada en el seno de un espacio “extraterritorial” donde los poderes y la soberanía se redefinen entre estado y mercado. No es casual que Google construya sus centros de datos en Irlanda (bajos impuestos), Escandinavia (energía y refrigeración baratas) o Chipre (ambigüedades en las políticas extractivistas de datos y comercialización a terceros).
Con todo, camino a Logroño vuelvo a descargar el archivo .pdf “Ignis Vestae – Ignis Machinae: archivo y museo, una naturaleza termodinámica”. Repaso las diapositivas. Me mareo y lo dejo. Reviso si tengo algún mensaje de Manu. Me salta una notificación de T-Mobile. Inmediatamente vuelvo a 2019:
Acababa de mudarme a Japón y, en una lucha desesperada por cancelar mi contrato telefónico europeo, usé mi celular para llamar al servicio de asistencia. Antes de oír la voz del teleoperador de TI en Nueva Delhi que atendió la llamada, un sonido enlatado me advirte de que la conversación propiedad de T-Mobile -además de ser grabada-, pasará inmediatamente a ser descargada y transmitida por el proveedor de servicios estadounidense AT&T, mientras que el derecho al contenido de la misma será propiedad de ING Bank en Ám- sterdam, sin haber yo pisado nunca suelo holandés. Recuerdo que por pereza colgué.
Meses más tarde, cuando consulté a T-Mobile y AT&T sobre su política de minería de datos, me encontré siempre con una réplica que, a lo largo de los años y durante el transcurso de diferentes proyectos de investigación, se me ha antojado cada vez más lacerante:
“This is a matter of National Security”
Entonces, más que la posición por defecto del corporativismo tecnológico, el hecho de escuchar esta respuesta en términos gubernamentales me hizo tomar conciencia de que los datos, así como las infraestructuras físicas y digitales que sustentan sus ecologías en red, son un territorio por derecho propio y, por ende, llevan adscritas unas arquitecturas e implican unos urbanismos que distan de haberse analizado críticamente.En consecuencia, es lógico pensar que la idea de la nube esconde una realidad funcional parecida a la de un satélite que orbita en círculos y encuentra su sentido existencial en la repetición de la misma trayectoria.
Por un lado, es poseedora de un software inmaterial que halla su razón estética y arquetípica en la tipología museística. Se trata de una ventana al mundo, donde sus representaciones mediáticas son puntos de entrada desde los que interrogar cualquier proceso contemporáneo. Sin embargo, su hardware está compuesto de edificios sin ventanas, centros fortificados en los Docklands de Esmirna, Londres o Nueva Jersey, que adoptan la retórica de la retracción en una tipología de archivo opaco: la firma material de una persona colectiva que aún no existe, de una segunda persona del plural todavía deshabitada a la que, no obstante, dirigimos incluso nuestros registros más íntimos. Allí, a diferencia de como ocurre en el museo o en menor medida en sus archivos, no hay lugar para el olvido. La amnesia alimenta el stock: el like que le dimos a nuestro crush pierde su categoría de documento cuando comparte espacio con los 500.000 tweets, las 300.000 instastories, los 280.000 matches y los 400.000 TikTok’s que se generan cada medio minuto. Su relevancia se torna frágil y se evapora con los 65 años de vídeo que se suben día tras día a You Tube. Tan pronto como lo sucesos quedan grabados en la dermis computacional, el archivo se convierte en una ruina.
La emancipación y la autonomía científica permiten abordar la nube como un organismo que emite, recibe, almacena y procesa información. La energía y la electricidad dan forma a esta misma materia viva desde el exterior, y la inervan para que pueda multiplicarse exponencialmente en miles de arquitecturas, donde mientras objetivamente se almacenan datos, simultáneamente, se trafica con los documentos que nuestra subjetividad genera. Ciertamente, esto no puede considerarse un tema menor, pero no olvidemos que todo hardware necesita de un capital que alimente su diferencia de potencial.
¿Y cuál es en este caso el capital? Es el embalse sobre la presa; un voltaje; una mina de manganeso o tungsteno; un pozo de petróleo. Es 167.252.128.6; una riqueza entendida en formato .zip, donde el capital es un stock de energía; un archivo; una isla de entropía negativa. Pero estos depósitos son sólo pequeñas estrellas, su fuente -río arriba-, es el sol. El capital real y último, es y seguirá siendo, el aporte térmico y lumínico solar.
En su libro de 1980 El parásito, Serres tomó el sol como la forma simbólica del capital por excelencia: “El capital supremo es el sol. El sol es la nube”, escribió. En esta antítesis, la idea de energía de Serres incluía también la dimensión del lenguaje y los flujos progresivamente abstractos de dinero, signos y datos: no solo la transformación de energía en dinero y dinero en signos, sino también la transformación de información en datos. Pero… ¿cómo se convierte finalmente la energía en información y la información en capital? ¿cómo se comunican estos dominios? Y, lo que es más importante, ¿cómo podemos registrar formas y grados de acumulación y excedente en los diferentes niveles de cómputo?
Para la filosofía neomaterialista y neoracionalista, la escala de cómputo planetario actual inaugura un nuevo espacio epistémico que cambia permanentemente las viejas coordenadas atomísticas y las metáforas informacionales. Si Deleuze y Guattari intentaron enmarcar la vida como una línea de fuga más que como un impulso empujado por una fuerza energética, en esta ontología de la energía, la exogénesis computacional reemplaza al antiguo modelo de endogénesis. Es por esto por lo que el concepto de desterritorialización sustituye lógicamente a la territorialización en esta historia de evolución capitalista. Desde este punto de vista, sería fatal abandonarse a esta idea de sobrecrecimiento e irradiación que propone la visión extractivista del capitalismo solar como pila y stack computacional.
Pues bien, son precisamente los argumentos escépticos subyacentes a este nuevo nomos híbrido donde encontramos las principales razones teóricas aptas para dar sustento a la necesidad y la urgencia de una ampliación de la noción de arquitectura como práctica forense. Es decir, una disciplina capaz llevar los paisajes derivados de la capitalización de datos más allá del umbral de la detectabilidad. Una práctica que cristalice en El parásito de Serres, sensible a la frecuencia cardíaca de la nube como sístole y diástole infraestructural y energética del planeta; que entienda que los horizontes que ésta plantea son, bajo esta óptica, sensores políticos donde se hacen visibles los crímenes punibles de nuestro paradigma climático. Sólo desde ahí se puede abordar la búsqueda de nuevos modelos de belleza entrópica que mitiguen sus efectos.
Necesitamos de una agencia arquitectónica interesada en dejar de hablar de centros de datos y deseosa de hablar de ellos en términos termodinámicos, como Houses of The Rising Sun. En caso contrario, cuando queramos darnos cuenta, ya será demasiado tarde para la posibilidad de cualquier isla de pensamiento crítico; nuestra Sci-Fi se convertirá en su Wi-Fi.
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Pau Olmo
Name it, read it, tune it, print it, scan it, send it, rename it, break it, fix it, trash it, change it, mail, upgrade it, charge it, point it, zoom it, press it, snap it, work it, quick erase it, write it, cut it, paste it, save it, load it, lock it, fill it, call it, find it, view it, code it, unlock it, surf it, scroll it, pause it, click it, cross it, crack it, switch, update it. BUILD IT. CLOUD IT.
— Daft Punk. Technologic. Human After All. 2005
Vuelco 236 archivos .jpeg sobre una plantilla prediseñada de PowerPoint. Exporto pdf. Suena el iphone: 6.00 am. Dejo el piso de mi hermana en La Latina, llego al intercambiador en Avenida América. Café largo, doble. Me agobio: creo que he olvidado algo. Por si acaso abro el portátil y me conecto a la IP de la cafetería; arrastro el archivo a la carpeta que comparto con Manu en Google Drive. Espero, fumo, actualizo.
A las 7:46:03, nace un paquete en Internet. Peso: 60 megabytes. Nombre: “Ignis Vestae – Ignis Machinae: archivo y museo, una naturaleza termodinámica”. Todo OK. Subo al bus que va a Logroño. Mi paquete, en cambio, se dirige a un lugar llamado 167.252.128.6. Su viaje comienza con un salto rápido de siete metros por segundo a una caja llamada enrutador doméstico. De allí, se precipita con una velocidad de 30.600.000 km/h y corre durante 10 segundos de la calle al cable subterráneo que lo lleva al enrutador principal de la ciudad, en Rivas-Vaciamadrid.
Abandona el país. Viaja durante 0,05 segundos a través de un túnel en dirección a Frankfurt. Frankfurt es un destino muy popular para aquellos paquetes de datos nacidos en los países del sur de Europa en la franja horaria CET/CEST. Casi el 50% de ellos en algún momento de su cortísima vida pasan por el DeCIX: el punto de Intercambio de la red de tráfico de datos (IXP) más grande del mundo. Allí, se encuentran y se conectan un total de más de 600 IPs de 60 países distintos con una media de 2523 gigabytes de tráfico por segundo. En definitiva, el JFK computacional de la eurozona.
Después de la visita a este punto de intercambio, nuestro paquete se dirige a Dublín, pasando por el operador de TelecityGroup: un centro de datos neutral especializado en aplicaciones de uso intensivo de banda ancha, alojamiento de contenido e información. Duerme allí durante diez segundos. Al despertar será clonado y almacenado en otros servidores de retención de datos de ISP, que rebotarán su información a diferentes agencias gubernamentales o empresas comerciales. Finalmente, y en menos de un minuto, el paquete llegará a su destino final: el centro de datos 167.252.128.6 que Google tiene instalado en Baldonnel Road. Un lugar sin código postal al que solemos referirnos como nube.
Hoy, esta nube es la metáfora central de Internet: un sistema de gran potencia y energía que, sin embargo, conserva el aura de algo espiritual y numinoso. No es ingrávida; tampoco amorfa; ni siquiera es invisible. Tiene una materialidad erigida a base de líneas telefónicas, fibra óptica, satélites, cables tendidos sobre el lecho marino e inmensas naves industriales repletas de servidores que consumen ingentes cantidades de agua y electricidad. Conforma una geografía de banda ancha que, del mismo modo que tiene el poder de alterar los patrones de asentamiento y redistribuir los recursos, opera legalmente más allá de cualquier geografía física o política. Su soporte jurisdiccional traza una gobernanza alejada del control público, situada en el seno de un espacio “extraterritorial” donde los poderes y la soberanía se redefinen entre estado y mercado. No es casual que Google construya sus centros de datos en Irlanda (bajos impuestos), Escandinavia (energía y refrigeración baratas) o Chipre (ambigüedades en las políticas extractivistas de datos y comercialización a terceros).
Con todo, camino a Logroño vuelvo a descargar el archivo .pdf “Ignis Vestae – Ignis Machinae: archivo y museo, una naturaleza termodinámica”. Repaso las diapositivas. Me mareo y lo dejo. Reviso si tengo algún mensaje de Manu. Me salta una notificación de T-Mobile. Inmediatamente vuelvo a 2019:
Acababa de mudarme a Japón y, en una lucha desesperada por cancelar mi contrato telefónico europeo, usé mi celular para llamar al servicio de asistencia. Antes de oír la voz del teleoperador de TI en Nueva Delhi que atendió la llamada, un sonido enlatado me advirte de que la conversación propiedad de T-Mobile -además de ser grabada-, pasará inmediatamente a ser descargada y transmitida por el proveedor de servicios estadounidense AT&T, mientras que el derecho al contenido de la misma será propiedad de ING Bank en Ám- sterdam, sin haber yo pisado nunca suelo holandés. Recuerdo que por pereza colgué.
Meses más tarde, cuando consulté a T-Mobile y AT&T sobre su política de minería de datos, me encontré siempre con una réplica que, a lo largo de los años y durante el transcurso de diferentes proyectos de investigación, se me ha antojado cada vez más lacerante:
“This is a matter of National Security”
Entonces, más que la posición por defecto del corporativismo tecnológico, el hecho de escuchar esta respuesta en términos gubernamentales me hizo tomar conciencia de que los datos, así como las infraestructuras físicas y digitales que sustentan sus ecologías en red, son un territorio por derecho propio y, por ende, llevan adscritas unas arquitecturas e implican unos urbanismos que distan de haberse analizado críticamente.En consecuencia, es lógico pensar que la idea de la nube esconde una realidad funcional parecida a la de un satélite que orbita en círculos y encuentra su sentido existencial en la repetición de la misma trayectoria.
Por un lado, es poseedora de un software inmaterial que halla su razón estética y arquetípica en la tipología museística. Se trata de una ventana al mundo, donde sus representaciones mediáticas son puntos de entrada desde los que interrogar cualquier proceso contemporáneo. Sin embargo, su hardware está compuesto de edificios sin ventanas, centros fortificados en los Docklands de Esmirna, Londres o Nueva Jersey, que adoptan la retórica de la retracción en una tipología de archivo opaco: la firma material de una persona colectiva que aún no existe, de una segunda persona del plural todavía deshabitada a la que, no obstante, dirigimos incluso nuestros registros más íntimos. Allí, a diferencia de como ocurre en el museo o en menor medida en sus archivos, no hay lugar para el olvido. La amnesia alimenta el stock: el like que le dimos a nuestro crush pierde su categoría de documento cuando comparte espacio con los 500.000 tweets, las 300.000 instastories, los 280.000 matches y los 400.000 TikTok’s que se generan cada medio minuto. Su relevancia se torna frágil y se evapora con los 65 años de vídeo que se suben día tras día a You Tube. Tan pronto como lo sucesos quedan grabados en la dermis computacional, el archivo se convierte en una ruina.
La emancipación y la autonomía científica permiten abordar la nube como un organismo que emite, recibe, almacena y procesa información. La energía y la electricidad dan forma a esta misma materia viva desde el exterior, y la inervan para que pueda multiplicarse exponencialmente en miles de arquitecturas, donde mientras objetivamente se almacenan datos, simultáneamente, se trafica con los documentos que nuestra subjetividad genera. Ciertamente, esto no puede considerarse un tema menor, pero no olvidemos que todo hardware necesita de un capital que alimente su diferencia de potencial.
¿Y cuál es en este caso el capital? Es el embalse sobre la presa; un voltaje; una mina de manganeso o tungsteno; un pozo de petróleo. Es 167.252.128.6; una riqueza entendida en formato .zip, donde el capital es un stock de energía; un archivo; una isla de entropía negativa. Pero estos depósitos son sólo pequeñas estrellas, su fuente -río arriba-, es el sol. El capital real y último, es y seguirá siendo, el aporte térmico y lumínico solar.
En su libro de 1980 El parásito, Serres tomó el sol como la forma simbólica del capital por excelencia: “El capital supremo es el sol. El sol es la nube”, escribió. En esta antítesis, la idea de energía de Serres incluía también la dimensión del lenguaje y los flujos progresivamente abstractos de dinero, signos y datos: no solo la transformación de energía en dinero y dinero en signos, sino también la transformación de información en datos. Pero… ¿cómo se convierte finalmente la energía en información y la información en capital? ¿cómo se comunican estos dominios? Y, lo que es más importante, ¿cómo podemos registrar formas y grados de acumulación y excedente en los diferentes niveles de cómputo?
Para la filosofía neomaterialista y neoracionalista, la escala de cómputo planetario actual inaugura un nuevo espacio epistémico que cambia permanentemente las viejas coordenadas atomísticas y las metáforas informacionales. Si Deleuze y Guattari intentaron enmarcar la vida como una línea de fuga más que como un impulso empujado por una fuerza energética, en esta ontología de la energía, la exogénesis computacional reemplaza al antiguo modelo de endogénesis. Es por esto por lo que el concepto de desterritorialización sustituye lógicamente a la territorialización en esta historia de evolución capitalista. Desde este punto de vista, sería fatal abandonarse a esta idea de sobrecrecimiento e irradiación que propone la visión extractivista del capitalismo solar como pila y stack computacional.
Pues bien, son precisamente los argumentos escépticos subyacentes a este nuevo nomos híbrido donde encontramos las principales razones teóricas aptas para dar sustento a la necesidad y la urgencia de una ampliación de la noción de arquitectura como práctica forense. Es decir, una disciplina capaz llevar los paisajes derivados de la capitalización de datos más allá del umbral de la detectabilidad. Una práctica que cristalice en El parásito de Serres, sensible a la frecuencia cardíaca de la nube como sístole y diástole infraestructural y energética del planeta; que entienda que los horizontes que ésta plantea son, bajo esta óptica, sensores políticos donde se hacen visibles los crímenes punibles de nuestro paradigma climático. Sólo desde ahí se puede abordar la búsqueda de nuevos modelos de belleza entrópica que mitiguen sus efectos.
Necesitamos de una agencia arquitectónica interesada en dejar de hablar de centros de datos y deseosa de hablar de ellos en términos termodinámicos, como Houses of The Rising Sun. En caso contrario, cuando queramos darnos cuenta, ya será demasiado tarde para la posibilidad de cualquier isla de pensamiento crítico; nuestra Sci-Fi se convertirá en su Wi-Fi.
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