Rita Zamora
Los ritmos de producción siempre han venido marcados por las leyes de la termodinámica. Todo trabajo está íntima e inexorablemente relacionado con la energía: aquella que se invierte, aquella que se extrae y aquella que se pierde en la realización de una labor determinada. El conocimiento y descubrimiento de estos principios supuso un importante viraje en la organización del tiempo y de las actividades laborales. Desde la aparición del reloj [1], a la jornada laboral de ocho horas, muchas de estas invenciones y cambios vinieron motivados por esta nueva apreciación de la energía y de su naturaleza, de sus modos de operación.
La formulación e investigaciones en torno a los principios de la termodinámica a mediados del siglo XIX dieron lugar a toda una serie de metáforas que identificaban al ser humano y al planeta Tierra como máquinas al servicio del progreso civilizatorio. Autores como el médico Hermann von Helmholtz propiciaron una concepción que situaba, tanto al individuo como al planeta, como fuentes borboteantes de energía que debía ser canalizada mediante la racionalidad humana hacia la producción y el trabajo [2]. El concepto de entropía, acuñado por el físico y matemático alemán Rudolf J. E. Classius a mediados del siglo XIX y enunciado en la segunda ley de la termodinámica, definía la magnitud que indicaba el grado de desequilibrio de un sistema; valor que tiende a crecer en cada transformación o cambio de estado. La entropía era vista como el enemigo de este proceso productivo y la mayoría de los inventos e investigaciones científicas que se dieron en este siglo buscaron la reducción de la pérdida energética al mínimo posible. En el trabajador humano esta entropía se daba en forma de fatiga y los fisiólogos de la época, en palabras del historiador Anson Rabinbach, «trasladaron las ideas de la energética en un programa social de modernidad que concebía al cuerpo del trabajador como un sistema de economías de fuerza y como el punto focal de nuevas técnicas» [3]. La fatiga era el límite del quantum energético que podía proveer el obrero.
El sistema económico capitalista ha buscado organizar, restringir y normativizar aquellas características y acoplamientos que resultaban útiles para la producción, territorializando la energía de los trabajadores y construyendo así la relación axiológica entre aquello que somos y lo que podríamos llegar a ser. Se erige así una asignación positiva de todo aquello que promueva el trabajo y una categorización moral negativa de todo aquello que abra espacio para o fomente el ocio.
La práctica artística, desde la aparición de las vanguardias históricas, ha abierto una brecha la dicotomía entre ocio-trabajo. El desempeño artístico suponía una forma de trabajo no utilitaria que no casaba bien con las lógicas productivas capitalistas. Desde los flâneurs baudelairerianos, muchas veces encarnados por escritores y artistas como «seres que no tienen otra profesión que la de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar» [4], a las prácticas situacionistas, que trataron de poner trabas a la conquista capitalista del tiempo libre, promoviendo dinámicas perjudiciales para el cuerpo del obrero –como el alcoholismo o la holgazanería– o proponiendo paseos por la ciudad que esquivaban un ocio dominado por el consumo. Esta lógica de ocio y trabajo entendida desde un prisma energético posicionaría al arte como una práctica dada al desorden o a la disipación de la energía. A finales de los años setenta, el concepto de entropía se inserta en los densos discursos teóricos que se estaban dando en revistas como ArtForum gracias a las reflexiones del artista Robert Smithson. La relación entre entropía y paisaje ha sido siempre evidente; sin embargo, Smithson imbuye de un carácter estético a esta relación. Interesado enormemente en cómo este fenómeno repercutía sobre el paisaje contemporáneo, cuyas transformaciones humanas se hacían más notables y aceleraban el proceso entrópico, Smithson relacionó en un ensayo de 1969 titulado La entropía y los nuevos monumentos, las obras de arte minimalistas con este concepto. Para el artista de Landart norteamericano, las piezas de artista como Dan Flavin, Robert Grosvenor, Sol LeWitt o Robert Morris eran obras que celebraban la entropía [5]. Mediante su uso de materiales artificiales propios de la construcción, como el cromo las luces eléctricas o el plástico, las obras adquirían el carácter de ruina. En lugar de ser creadas para perdurar, con materiales nobles que garantizasen su resistencia al paso del tiempo, estas obras parecían estar construidas en contra de la duración. Para Smithson, los nuevos monumentos que constituían las obras minimalistas se basaban en una noción enteramente nueva de la materia, incurriendo en una destrucción del tiempo y del espacio clásicos. El tiempo como progresión o evolución biológica negativa o destructora se suprimía para ser sustituido por un tiempo inerte, inmóvil e inactivo, donde el proceso entrópico habría llegado a un estado de desorden máximo estabilizando así el sistema, celebrando así un estado de perpetua ruina y decadencia.
Las obras estaban, de algún modo, reflejando la cara B del american way of life obsesionado con el lujo y la abundancia [6]. Los sueños de bonanza y prosperidad de la sociedad industrial capitalista norteamericana se veían reducidos a un conjunto de ruinas a medio construir, neutralizando de esta forma el mito del progreso. La prolongación de las autopistas y la aparición de las superautopistas, así como el crecimiento de las zonas suburbanas, casas adosadas superpuestas de construcción pobre –los llamados slurbs– para acoger a todo un flujo de nueva clase media, vinieron acompañados de la proliferación de polígonos y solares abandonados: “residuos” equivalentes al gasto invertido. Smithson transmitió su fascinación por los acelerados cambios que sufría el paisaje, consecuencia directa de los cambios económicos y productivos de los Estados Unidos de mediados de los sesenta –como el boom inmobiliario o el auge en la producción de la denominada “era del consumidor” americana.
La entropía era precisamente el tope a la fiebre constructiva y a los procesos de aceleración de la producción. Sin embargo, el sistema capitalista ha logrado siempre cambiar las tornas a su favor, aprovechando cada aspecto que pueda ser útil para su crecimiento. Así, un paradigma que se veía perjudicado por la pérdida energética que implica todo trabajo encontró la manera de aprovechar la energía disipada. Los ochenta trajeron consigo una economía de mercado que se dirigía hacia la globalización, y con ello los primeros ordenadores que derivarían en la economía digital y la sociedad informatizada y datificada que conocemos hoy.
El sistema económico que nos gobierna ha sido denominado por el economista francés Cédric Durand como ‘tecnofeudal’, esto es, las empresas tecnológicas actúan como señores que siegan los datos proporcionados por los usuarios a través de los usos en las plataformas para beneficiarse de la plusvalía que éstos generan. La voluntad de las clases capitalistas del siglo XIX por acabar con toda la disipación energética y dirigir toda la energía y fuerza transformadora del universo al proyecto humanista de crecimiento y progreso les llevó a soñar con una utopía productiva en la que los cuerpos serían insensibles al dolor y al agotamiento, siendo capaces de incrementar el trabajo incluso de manera infinita, sin mostrar señales de debilidad o fatiga. Sin embargo, el plusvalor ha dejado de obtenerse por medio de la capacidad del trabajador para optimizar su producción evitando la disipación de la energía, sino que éste se adquiere precisamente gracias a ese derroche de tiempo y a esa dispersión de las fuerzas. La fatiga, de esta forma, ha dejado de ser un impedimento para el aumento de la producción.
Muchas corrientes artísticas han buscado la manera de escapar del mercado del arte y de las lógicas productivas a través del uso de las nuevas tecnologías, mediante prácticas que viraban desde la deriva digital a obras que celebraban la –aparente– inmaterialidad de los procesos virtuales. La economía tecnofeudal, sin embargo, parece haber dejado en jaque al arte en su búsqueda por encontrar espacios de ocio que no hayan sido cooptados por el capitalismo, en tanto que lugares proclives a la acción subversiva e inútil, pues hasta el acto de pasear, siempre rastreado y medido por nuestros teléfonos móviles, se convierte en una actividad productiva.
Está claro que nuestra realidad no va a poder escapar de una en- tropía que aumente en relación con nuestro crecimiento progresivo y acelerado. Si bien en el terreno de los cuerpos de los trabajadores el capitalismo ha sido capaz de apropiarse de cada minuto de nuestra vigilia –sin haber podido, por el momento, zafarse del espacio del sueño [7]–, nuestra dependencia in crecendo de recursos y materias primas finitos precipita al planeta a un estado entrópico que no será asumible para la habitabilidad humana en el planeta Tierra. El umbral de consumo de combustibles fósiles, al igual que lo hizo el umbral de la fatiga en los albores de la Revolución Industrial, determinará, de manera obligada, los límites de nuestro sistema productivo.
1. Para un análisis acerca de la división de los tiempos de trabajo y los cambios que se produjeron en los hábitos laborales a raíz de la Revolución Industrial véase: Edward P. Thompson, “Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial.” En Tradición revuelta y consciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial (Barcelona: Grijalbo, 1984), 239-293.
2. Anson Rabinbach, The Human Motor: Energy, Fatigue, and the Origins of Modernity (Nueva York: Basic Books, 1990),
3. Ibidem, 120-121.
4. Charles Baudelaire, Lo cómico y la caricatura y El pintor de la vida moderna (Madrid: Antonio Machado, 2017), 173.
5. Robert Smithson, “La entropía y los nuevos monumentos,” ArtForum, 4, nº. 10 (verano 1966): 15-30.
6. Robert Smithson, Entropy made visible. An interview with Alison Sky. (1973) En Jack Flam (ed.) Robert Smithson: Selected Writings. (Berkley/Los Angeles: University of California Press, 1996), 301-309.
7. La obra del Institute of Human Obsolescence (o Instituto de la Obsolescen- cia Humana), fundado por el artista Manuel Beltrán, Biological Labour, en un ejercicio imaginativo, nos muestra la posibilidad de un futuro en el que nuestro cuerpo en reposo podría incluso actuar como una fuente energética, capaz de producir capital aun estando Véase: http://speculative.capital/
Rita Zamora
Los ritmos de producción siempre han venido marcados por las leyes de la termodinámica. Todo trabajo está íntima e inexorablemente relacionado con la energía: aquella que se invierte, aquella que se extrae y aquella que se pierde en la realización de una labor determinada. El conocimiento y descubrimiento de estos principios supuso un importante viraje en la organización del tiempo y de las actividades laborales. Desde la aparición del reloj [1], a la jornada laboral de ocho horas, muchas de estas invenciones y cambios vinieron motivados por esta nueva apreciación de la energía y de su naturaleza, de sus modos de operación.
La formulación e investigaciones en torno a los principios de la termodinámica a mediados del siglo XIX dieron lugar a toda una serie de metáforas que identificaban al ser humano y al planeta Tierra como máquinas al servicio del progreso civilizatorio. Autores como el médico Hermann von Helmholtz propiciaron una concepción que situaba, tanto al individuo como al planeta, como fuentes borboteantes de energía que debía ser canalizada mediante la racionalidad humana hacia la producción y el trabajo [2]. El concepto de entropía, acuñado por el físico y matemático alemán Rudolf J. E. Classius a mediados del siglo XIX y enunciado en la segunda ley de la termodinámica, definía la magnitud que indicaba el grado de desequilibrio de un sistema; valor que tiende a crecer en cada transformación o cambio de estado. La entropía era vista como el enemigo de este proceso productivo y la mayoría de los inventos e investigaciones científicas que se dieron en este siglo buscaron la reducción de la pérdida energética al mínimo posible. En el trabajador humano esta entropía se daba en forma de fatiga y los fisiólogos de la época, en palabras del historiador Anson Rabinbach, «trasladaron las ideas de la energética en un programa social de modernidad que concebía al cuerpo del trabajador como un sistema de economías de fuerza y como el punto focal de nuevas técnicas» [3]. La fatiga era el límite del quantum energético que podía proveer el obrero.
El sistema económico capitalista ha buscado organizar, restringir y normativizar aquellas características y acoplamientos que resultaban útiles para la producción, territorializando la energía de los trabajadores y construyendo así la relación axiológica entre aquello que somos y lo que podríamos llegar a ser. Se erige así una asignación positiva de todo aquello que promueva el trabajo y una categorización moral negativa de todo aquello que abra espacio para o fomente el ocio.
La práctica artística, desde la aparición de las vanguardias históricas, ha abierto una brecha la dicotomía entre ocio-trabajo. El desempeño artístico suponía una forma de trabajo no utilitaria que no casaba bien con las lógicas productivas capitalistas. Desde los flâneurs baudelairerianos, muchas veces encarnados por escritores y artistas como «seres que no tienen otra profesión que la de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar» [4], a las prácticas situacionistas, que trataron de poner trabas a la conquista capitalista del tiempo libre, promoviendo dinámicas perjudiciales para el cuerpo del obrero –como el alcoholismo o la holgazanería– o proponiendo paseos por la ciudad que esquivaban un ocio dominado por el consumo. Esta lógica de ocio y trabajo entendida desde un prisma energético posicionaría al arte como una práctica dada al desorden o a la disipación de la energía. A finales de los años setenta, el concepto de entropía se inserta en los densos discursos teóricos que se estaban dando en revistas como ArtForum gracias a las reflexiones del artista Robert Smithson. La relación entre entropía y paisaje ha sido siempre evidente; sin embargo, Smithson imbuye de un carácter estético a esta relación. Interesado enormemente en cómo este fenómeno repercutía sobre el paisaje contemporáneo, cuyas transformaciones humanas se hacían más notables y aceleraban el proceso entrópico, Smithson relacionó en un ensayo de 1969 titulado La entropía y los nuevos monumentos, las obras de arte minimalistas con este concepto. Para el artista de Landart norteamericano, las piezas de artista como Dan Flavin, Robert Grosvenor, Sol LeWitt o Robert Morris eran obras que celebraban la entropía [5]. Mediante su uso de materiales artificiales propios de la construcción, como el cromo las luces eléctricas o el plástico, las obras adquirían el carácter de ruina. En lugar de ser creadas para perdurar, con materiales nobles que garantizasen su resistencia al paso del tiempo, estas obras parecían estar construidas en contra de la duración. Para Smithson, los nuevos monumentos que constituían las obras minimalistas se basaban en una noción enteramente nueva de la materia, incurriendo en una destrucción del tiempo y del espacio clásicos. El tiempo como progresión o evolución biológica negativa o destructora se suprimía para ser sustituido por un tiempo inerte, inmóvil e inactivo, donde el proceso entrópico habría llegado a un estado de desorden máximo estabilizando así el sistema, celebrando así un estado de perpetua ruina y decadencia.
Las obras estaban, de algún modo, reflejando la cara B del american way of life obsesionado con el lujo y la abundancia [6]. Los sueños de bonanza y prosperidad de la sociedad industrial capitalista norteamericana se veían reducidos a un conjunto de ruinas a medio construir, neutralizando de esta forma el mito del progreso. La prolongación de las autopistas y la aparición de las superautopistas, así como el crecimiento de las zonas suburbanas, casas adosadas superpuestas de construcción pobre –los llamados slurbs– para acoger a todo un flujo de nueva clase media, vinieron acompañados de la proliferación de polígonos y solares abandonados: “residuos” equivalentes al gasto invertido. Smithson transmitió su fascinación por los acelerados cambios que sufría el paisaje, consecuencia directa de los cambios económicos y productivos de los Estados Unidos de mediados de los sesenta –como el boom inmobiliario o el auge en la producción de la denominada “era del consumidor” americana.
La entropía era precisamente el tope a la fiebre constructiva y a los procesos de aceleración de la producción. Sin embargo, el sistema capitalista ha logrado siempre cambiar las tornas a su favor, aprovechando cada aspecto que pueda ser útil para su crecimiento. Así, un paradigma que se veía perjudicado por la pérdida energética que implica todo trabajo encontró la manera de aprovechar la energía disipada. Los ochenta trajeron consigo una economía de mercado que se dirigía hacia la globalización, y con ello los primeros ordenadores que derivarían en la economía digital y la sociedad informatizada y datificada que conocemos hoy.
El sistema económico que nos gobierna ha sido denominado por el economista francés Cédric Durand como ‘tecnofeudal’, esto es, las empresas tecnológicas actúan como señores que siegan los datos proporcionados por los usuarios a través de los usos en las plataformas para beneficiarse de la plusvalía que éstos generan. La voluntad de las clases capitalistas del siglo XIX por acabar con toda la disipación energética y dirigir toda la energía y fuerza transformadora del universo al proyecto humanista de crecimiento y progreso les llevó a soñar con una utopía productiva en la que los cuerpos serían insensibles al dolor y al agotamiento, siendo capaces de incrementar el trabajo incluso de manera infinita, sin mostrar señales de debilidad o fatiga. Sin embargo, el plusvalor ha dejado de obtenerse por medio de la capacidad del trabajador para optimizar su producción evitando la disipación de la energía, sino que éste se adquiere precisamente gracias a ese derroche de tiempo y a esa dispersión de las fuerzas. La fatiga, de esta forma, ha dejado de ser un impedimento para el aumento de la producción.
Muchas corrientes artísticas han buscado la manera de escapar del mercado del arte y de las lógicas productivas a través del uso de las nuevas tecnologías, mediante prácticas que viraban desde la deriva digital a obras que celebraban la –aparente– inmaterialidad de los procesos virtuales. La economía tecnofeudal, sin embargo, parece haber dejado en jaque al arte en su búsqueda por encontrar espacios de ocio que no hayan sido cooptados por el capitalismo, en tanto que lugares proclives a la acción subversiva e inútil, pues hasta el acto de pasear, siempre rastreado y medido por nuestros teléfonos móviles, se convierte en una actividad productiva.
Está claro que nuestra realidad no va a poder escapar de una en- tropía que aumente en relación con nuestro crecimiento progresivo y acelerado. Si bien en el terreno de los cuerpos de los trabajadores el capitalismo ha sido capaz de apropiarse de cada minuto de nuestra vigilia –sin haber podido, por el momento, zafarse del espacio del sueño [7]–, nuestra dependencia in crecendo de recursos y materias primas finitos precipita al planeta a un estado entrópico que no será asumible para la habitabilidad humana en el planeta Tierra. El umbral de consumo de combustibles fósiles, al igual que lo hizo el umbral de la fatiga en los albores de la Revolución Industrial, determinará, de manera obligada, los límites de nuestro sistema productivo.
1. Para un análisis acerca de la división de los tiempos de trabajo y los cambios que se produjeron en los hábitos laborales a raíz de la Revolución Industrial véase: Edward P. Thompson, “Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial.” En Tradición revuelta y consciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial (Barcelona: Grijalbo, 1984), 239-293.
2. Anson Rabinbach, The Human Motor: Energy, Fatigue, and the Origins of Modernity (Nueva York: Basic Books, 1990),
3. Ibidem, 120-121.
4. Charles Baudelaire, Lo cómico y la caricatura y El pintor de la vida moderna (Madrid: Antonio Machado, 2017), 173.
5. Robert Smithson, “La entropía y los nuevos monumentos,” ArtForum, 4, nº. 10 (verano 1966): 15-30.
6. Robert Smithson, Entropy made visible. An interview with Alison Sky. (1973) En Jack Flam (ed.) Robert Smithson: Selected Writings. (Berkley/Los Angeles: University of California Press, 1996), 301-309.
7. La obra del Institute of Human Obsolescence (o Instituto de la Obsolescen- cia Humana), fundado por el artista Manuel Beltrán, Biological Labour, en un ejercicio imaginativo, nos muestra la posibilidad de un futuro en el que nuestro cuerpo en reposo podría incluso actuar como una fuente energética, capaz de producir capital aun estando Véase: http://speculative.capital/
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