Rodrigo García
Pensemos en La meditación del filósofo de Rembrandt. La luz que entra por la ventana ilumina la mesa del protagonista mientras este reflexiona. Le da la luz que muestra ante nosotros las metáforas del color: el filósofo en Rembrandt es aquel que mira bajo el fulgor adecuado. Mirar «a través de» es encontrar el eidos de las cosas, su verdad. Son archiconocidos los movimientos que se le atribuyen a la figura del filósofo, aquel capaz de extrañarse para volver a mirar. ¿Qué es lo que se transforma? Justo la temperatura del ambiente es la que cambia cualitativamente la mirada. En el cuadro de Rembrandt todo lo demás queda bajo una absoluta penumbra, salvo un fogón que atiende una mujer justo a la derecha. La relación existente entre el cuidado de esa mujer por el fuego y la meditación del filósofo está colapsada por la oscuridad. Rembrandt condensa con precisión aquello que nos llevaría años de análisis. Vaticina toda una pugna del espacio que aún está por suceder. Lo que existe entre la meditación del filósofo y lo que ha debido ocurrir para que un filósofo medite es un umbral. La ausencia de imágenes entre medias, la pérdida de los sucesos que sostienen la biografía del filósofo para que reflexione no es una cuestión arbitraria, pese a que en multitud de ocasiones se planteé de tal manera. Todos los intentos técnicos de Rembrandt por orientar nuestra mirada hacia el escritorio del filósofo son en vano porque es complicado que no atendamos a la disonancia de esos cuidados, al intento fallido que aleja a la ama de llaves del filósofo. Las transformaciones políticas no hacen sino acercarnos al entramado estructural que produce la lejanía del juego de percepciones. Mientras el filósofo mira ante la luz solar y es iluminado, la mujer queda encorvada, su cuerpo se moldea a sus usos de vida, ante la fragilidad y la finitud de las ascuas. Su mirada no es la que tiene el privilegio de extrañarse del mundo para volver ante él con una voz capaz de nombrar sus cuestiones verdaderas. Su mirada tan solo opera en lo tangible del mundo. El ojo del filósofo requiere de una oscuridad que vele por las acciones que sostienen su mirada.
Cuando la poeta Anne Carson explica en Decreación que Kant hizo callar al coro de la cárcel frente a la que vivía porque no le permitía concentrarse en su trabajo, en realidad, lo que consigue es proporcionarnos una sensación acerca de aquellos presidiarios sin nombre que perdieron el derecho a gozar quizá de uno de los poquísimos entretenimientos que se les concedían. De repente, algo nos atrapa. Estamos implicados con el otro extremo del cuadro. Eso que nos afecta, nos proporciona la conciencia de quedar inmersos en la historia no contada de aquella mujer que prepara la casa de un filósofo para que todo esté en orden. Nos percatamos de que para que suceda el plano de la virtud, primero es necesaria la labor. Para que un filósofo filosofe son imprescindibles una infinitud de relaciones previas. Su pensamiento no es autónomo. Si nadie hubiera acompañado a ese filósofo, le hubiera arropado, alimentado, enseñado las convenciones, la lengua, los peligros del mundo, ¿habría meditación posible? Pese a que quienes dediquen su vida a las labores miren en dirección contraria a la luz, la labor parece insistir que sucede antes. No me refiero tan solo bajo una óptica extensiva-temporal. Es ontológicamente anterior: fundamenta la posibilidad de que alguien reflexione.
Vemos que la estancia dividida por el umbral no existe. Dicho umbral es más bien una manera de ocultarnos los sucesos que sostienen al filósofo. Que la luz que recibe el filósofo no difiere de aquella que orea el rostro del campesino. Y que el umbral, pese a que bien lo parece, no puede ser transgredido siendo rápidamente desactivado por la confabulación. El umbral es una imposición política. Alguien ha decidido que tal oscuridad oculte para nosotros los entresijos de la memoria viva. Alguien ha dispuesto el espacio. ¿Acaso ella no es capaz de la meditación? ¿Acaso él no puede atender las labores? El ojo no nos da toda la información que necesitamos. Toda una historia de las ideas insistiendo en la mirada y, de repente, nuestra reflexión necesita algo más que una imagen. Un umbral es también la ausencia de contacto entre elementos. ¿Por qué no queda al alcance de la mano de ella esa mesa?
Quiero antes de finalizar simplemente contarles una anécdota. Mi abuelo nació ciego en un pueblo de Castilla. Sus padres eran labradores. Como su cuerpo no era útil para las tareas del campo lo enviaron a Madrid a un colegio de la Once a través de una beca que cubría los gastos; si no, no se lo podrían permitir. Mi abuelo además de ciego era un hombre extremadamente inteligente. Se convirtió en el primer ciego universitario de España. Actualmente, mientras yo escribo, mis primos segundos labran el campo. Yo he tenido la suerte de estudiar lo que he querido, conseguir una serie de reconocimientos literarios, o trabajar para una editorial. No es una idea elitista. No considero que esto sea más digno que labrar el campo. Solo quiero exponer que mi historia sedimentada no es arbitraria. Mi abuelo no servía para labranza porque era ciego y se convirtió en matemático. Además de una discapacidad, su ceguera es un modo individuado de habitar el mundo. Por eso tuvo a mi padre y por los lugares al alcance de la mano de mi abuelo, mi padre pudo conocer a mi madre. Mi vida es la manifestación errática de esta manera en la que las personas se encuentran y se afectan. Es probable que yo en un futuro quede ciego, como mi abuelo y como mi abuela. A veces me asusta, pero esta no es la cuestión. Comparto aquí una pregunta que me ha acompañado durante mucho tiempo. Porque mi abuelo fue ciego yo hoy no labro el campo. El campo es algo que no está en mis manos, sobre lo que mi percepción no ha producido una acción y una experiencia. Entonces, ¿qué significa no ver?
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Rodrigo García
Pensemos en La meditación del filósofo de Rembrandt. La luz que entra por la ventana ilumina la mesa del protagonista mientras este reflexiona. Le da la luz que muestra ante nosotros las metáforas del color: el filósofo en Rembrandt es aquel que mira bajo el fulgor adecuado. Mirar «a través de» es encontrar el eidos de las cosas, su verdad. Son archiconocidos los movimientos que se le atribuyen a la figura del filósofo, aquel capaz de extrañarse para volver a mirar. ¿Qué es lo que se transforma? Justo la temperatura del ambiente es la que cambia cualitativamente la mirada. En el cuadro de Rembrandt todo lo demás queda bajo una absoluta penumbra, salvo un fogón que atiende una mujer justo a la derecha. La relación existente entre el cuidado de esa mujer por el fuego y la meditación del filósofo está colapsada por la oscuridad. Rembrandt condensa con precisión aquello que nos llevaría años de análisis. Vaticina toda una pugna del espacio que aún está por suceder. Lo que existe entre la meditación del filósofo y lo que ha debido ocurrir para que un filósofo medite es un umbral. La ausencia de imágenes entre medias, la pérdida de los sucesos que sostienen la biografía del filósofo para que reflexione no es una cuestión arbitraria, pese a que en multitud de ocasiones se planteé de tal manera. Todos los intentos técnicos de Rembrandt por orientar nuestra mirada hacia el escritorio del filósofo son en vano porque es complicado que no atendamos a la disonancia de esos cuidados, al intento fallido que aleja a la ama de llaves del filósofo. Las transformaciones políticas no hacen sino acercarnos al entramado estructural que produce la lejanía del juego de percepciones. Mientras el filósofo mira ante la luz solar y es iluminado, la mujer queda encorvada, su cuerpo se moldea a sus usos de vida, ante la fragilidad y la finitud de las ascuas. Su mirada no es la que tiene el privilegio de extrañarse del mundo para volver ante él con una voz capaz de nombrar sus cuestiones verdaderas. Su mirada tan solo opera en lo tangible del mundo. El ojo del filósofo requiere de una oscuridad que vele por las acciones que sostienen su mirada.
Cuando la poeta Anne Carson explica en Decreación que Kant hizo callar al coro de la cárcel frente a la que vivía porque no le permitía concentrarse en su trabajo, en realidad, lo que consigue es proporcionarnos una sensación acerca de aquellos presidiarios sin nombre que perdieron el derecho a gozar quizá de uno de los poquísimos entretenimientos que se les concedían. De repente, algo nos atrapa. Estamos implicados con el otro extremo del cuadro. Eso que nos afecta, nos proporciona la conciencia de quedar inmersos en la historia no contada de aquella mujer que prepara la casa de un filósofo para que todo esté en orden. Nos percatamos de que para que suceda el plano de la virtud, primero es necesaria la labor. Para que un filósofo filosofe son imprescindibles una infinitud de relaciones previas. Su pensamiento no es autónomo. Si nadie hubiera acompañado a ese filósofo, le hubiera arropado, alimentado, enseñado las convenciones, la lengua, los peligros del mundo, ¿habría meditación posible? Pese a que quienes dediquen su vida a las labores miren en dirección contraria a la luz, la labor parece insistir que sucede antes. No me refiero tan solo bajo una óptica extensiva-temporal. Es ontológicamente anterior: fundamenta la posibilidad de que alguien reflexione.
Vemos que la estancia dividida por el umbral no existe. Dicho umbral es más bien una manera de ocultarnos los sucesos que sostienen al filósofo. Que la luz que recibe el filósofo no difiere de aquella que orea el rostro del campesino. Y que el umbral, pese a que bien lo parece, no puede ser transgredido siendo rápidamente desactivado por la confabulación. El umbral es una imposición política. Alguien ha decidido que tal oscuridad oculte para nosotros los entresijos de la memoria viva. Alguien ha dispuesto el espacio. ¿Acaso ella no es capaz de la meditación? ¿Acaso él no puede atender las labores? El ojo no nos da toda la información que necesitamos. Toda una historia de las ideas insistiendo en la mirada y, de repente, nuestra reflexión necesita algo más que una imagen. Un umbral es también la ausencia de contacto entre elementos. ¿Por qué no queda al alcance de la mano de ella esa mesa?
Quiero antes de finalizar simplemente contarles una anécdota. Mi abuelo nació ciego en un pueblo de Castilla. Sus padres eran labradores. Como su cuerpo no era útil para las tareas del campo lo enviaron a Madrid a un colegio de la Once a través de una beca que cubría los gastos; si no, no se lo podrían permitir. Mi abuelo además de ciego era un hombre extremadamente inteligente. Se convirtió en el primer ciego universitario de España. Actualmente, mientras yo escribo, mis primos segundos labran el campo. Yo he tenido la suerte de estudiar lo que he querido, conseguir una serie de reconocimientos literarios, o trabajar para una editorial. No es una idea elitista. No considero que esto sea más digno que labrar el campo. Solo quiero exponer que mi historia sedimentada no es arbitraria. Mi abuelo no servía para labranza porque era ciego y se convirtió en matemático. Además de una discapacidad, su ceguera es un modo individuado de habitar el mundo. Por eso tuvo a mi padre y por los lugares al alcance de la mano de mi abuelo, mi padre pudo conocer a mi madre. Mi vida es la manifestación errática de esta manera en la que las personas se encuentran y se afectan. Es probable que yo en un futuro quede ciego, como mi abuelo y como mi abuela. A veces me asusta, pero esta no es la cuestión. Comparto aquí una pregunta que me ha acompañado durante mucho tiempo. Porque mi abuelo fue ciego yo hoy no labro el campo. El campo es algo que no está en mis manos, sobre lo que mi percepción no ha producido una acción y una experiencia. Entonces, ¿qué significa no ver?