Se cuenta en Washington que Winston Churchill pidió a Franklin D. Roosevelt que le instalara en cualquier otro cuarto de la Casa Blanca: el primer ministro británico le dijo muy seriamente a su anfitrión que en el dormitorio de Lincoln había visto el fantasma del presidente de EE. UU. que liberó a los esclavos. También se cuenta que cuando Churchill fue interrogado en torno a su creencia o agnosticismo al respecto de la existencia de fantasmas, respondió afirmativamente y, seguidamente, al ser entonces forzado a exponer si había visto alguno a lo largo de su vida, este aclararía: “No, los verdaderos fantasmas no se ven.”
Son muchos las voces que han especulado, no solo en torno a la forma en la que se aparecen los fantasmas (su manifestación es súbita, fantasmática, repentina, sin previo aviso, se suele decir), sino también sobre cómo escuchar esas otras voces (fantasmales), es decir, sobre cómo relacionarnos con los fantasmas. Se nos ocurre pensar que una posible tentativa de aproximación dialógica tiene que comenzar sin un excesivo temor (quizás), pero con premura y atención a causa de su posible (repentina) desaparición; con seriedad y rigor (sobre todo), sin perderles el respeto, pero con ternura y delicadeza, devolviéndoles así el rumor que nos infunden, que arriba a nuestros oídos, que otros horizontes temporales traen al presente como una brisa que acaricia nuestra mejillas.
Ante esta toma de posición, frente a este posible encuentro y diálogo, existen perspectivas contrapuestas: por ejemplo, si seguimos a Roger Caillois, habría que tener cuidado cuando se juega con fantasmas, porque uno puede acabar convirtiéndose en uno de ellos. Resulta ciertamente peligroso quedarse anclado en un pasado nostálgico, vivido o no vivido, rememorado como un tiempo mejor cuyo retorno quizás se espere con un anhelo desmedido e incluso ansia. No es recomendable vivir melancólicamente rodeado de fantasmas si estos ahogan tu voz y frenan tus pasos, si estos marchitan tu esperanza de futuro. Decía a este respecto André Lepecki que, “una vez en el campo de los asuntos fantasmales, resulta muy difícil que no surja una especie de comunidad”. En cambio, esta no es una comunidad al uso, sino “una comunidad sin fines”, debido a que, como explicaría el sociólogo Avery Gordon a través del concepto de ghostly matter (“asunto fantasmal”) en su libro homónimo, “de esos finales que no han terminado es de lo que trata la aparición fantasmal”. De modo que, como punto de partida, si asumimos que el fantasma no se ha ido del todo, este escenario negaría rotundamente la presunta fijeza conclusiva del pasado para dar cabida a un tiempo inconcluso e inestable con el que se puede hablar y negociar a través de sus re-presentaciones fantasmales, que puede iluminarnos repentinamente con revelaciones (espectrales) transgresoras.
Resulta que, en ocasiones, cuando esta comunidad se fortalece, la del uno con el otro o los otros (los fantasmas), hay quien decide quedarse a vivir en ese espejismo espectral; hay quienes retoman ese final inacabado y lo prolongan sin otro interés que el de negar el presente acuciante; hay quienes acogen los augurios del futuro para vivir ciegamente sumidxs en la confianza del cumplimiento de las profecías advenedizas, cuyas voces suenan lo suficientemente convincentes como para ceder todo esfuerzo en nombre de su causa. Así, espectrologías como la de la fe en el progreso tecnocientífico nos excluyen de cualquier preocupación terrenal y relegan el compromiso y esfuerzo a un deus ex machina: su mesianismo garantizado todavía no llega, como Godot, pero debe estar al caer. O, por el contrario, un fantasma que también llega del futuro y cuyos lastímeros cánticos bloquean cualquier tipo de acción, reflexión e inflexión es aquel que nos reitera incesantemente a las nuevas generaciones que NO HAY FUTURO. Lo escuchamos aquí y allá, y más a lo lejos, en cada entrevista de trabajo y reunión familiar o con amigxs, y casi creemos que aquella máxima se ha convertido en nuestro nombre de pila, ya tatuada en nuestra piel.
Normal que nos asusten estos fantasmas del pasado y del futuro. Aunque, en realidad, sobre todo nos asustan aquellxs que deciden abrazarlos y acostarse junto a ellos a dormir plácidamente (en ocasiones seremos nosotrxs mismxs sujetos a este trance), anestesiadxs, sedadxs por sus efectos narcóticos, o paralizadxs, ansiosxs, frustradxs y desquiciadxs quizás por la espera, la larga tardanza (la del encuentro directo con el fantasma: algo imposible, por otra parte). Pero más aún nos debería asustar vivir cómo si no existieran fantasmas: esto sería, si cabe, mucho más terrorífico. Como todo acto de represión, el silencio requiere de una opresión previa. Y una vez instaurada, este garantiza la docilidad del fantasma, el acallamiento de las voces que nos llegan del más allá. De este modo, a pesar de la prescripción de Caillois y de la dificultad de hablar con los fantasmas (sin devenir uno de ellos), rogamos desde aquí un cuidado afectivo y concienzudo de sus demandas, una atención comprometida para con los fantasmas, como también nos rogaría Derrida, al formular su propuesta hauntológica fundada en un imperativo ético, en tanto que “ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido”.
“Que el diálogo con los fantasmas no te impida hablar con los vivos”, podría ser la máxima; “que las visiones espectrales no te impidan aprehender el tiempo que vives, incluso especular con el porvenir”, si se quiere reformular. O también: “que los fantasmas no te arrastren por entero a un tiempo pretérito (o venidero), a un punto de no retorno”; “que conversar con los fantasmas no se torne tradición, imperativo, norma, rutina”. Quizás se trate de evitar que el asedio inmovilice nuestros músculos, que las densas nubes fantasmales nublen por completo nuestro pensamiento y bloqueen por tanto nuestra (re)acción. Quizás no debamos evitar que los fantasmas nos den un poco de susto, de vez en cuando. Quizás cualquier diálogo fantasmal exija necesariamente de la sospecha de no estar llegando al fondo de la cuestión: una incertidumbre en los lenguajes, un extravío en el encuentro espectral, una imposibilidad de conocerlo todo, una necesidad de volver a encontrarse, sin que esta reiteración tome la forma compulsiva del eterno retorno sino la potencialidad impulsiva propiciada ante la urgencia relampagueante, que se enciende como una chispa en la oscuridad en el instante del peligro.
El artista y el fantasma. Poéticas espectrales
Si bien se puede —se debe— asumir la potencia que conlleva convocar fantasmas de memoria —como una fuerza social transformadora— en un ejercicio benjamiano de (des)montaje de la historia y de reparación dialéctica de la memoria de los oprimidos, de los vencidos, de los silenciados, tal y como señalábamos en el primer número del boletín de la mano de Coco Guzmán y Walid Raad, no debemos olvidar, como escribía Derrida en Espectros de Marx, que “el espectro también es, entre otras cosas, aquello que uno imagina, aquello que uno cree ver y que proyecta”. Así pues, cualquier relato de fantasmas fluctúa entre la veracidad de la historia, del documento, y la ficción del narrador que elabora el relato, entre lo fidedigno de la memoria y la alucinación de la experiencia, entre lo real y lo ficticio, pero también, entre lo posible y lo imposible. La (in)visibilidad del espectro favorece la especulación y proyecta escenarios, afectos, parentescos, iconos e imágenes nunca antes vistos ni experimentados.
De esta forma, si bien lo fantasmagórico se manifiesta como aparición (o re-aparición, mejor dicho), como revelación epifánica de lo que permanecía oculto, olvidado en la sombra, relegado a habitar la oscura desmemoria, buena parte de su potencia poética reside también en su ambigüedad, en la necesidad de un ejercicio imaginativo y proyectual a la hora de narrar los fantasmas, de otorgarles voz, lugar, relato —aunque nunca seamos capaces de darles un rostro—. El fantasma, por su ontología imprecisa y desleal, inasible y frágil, requiere de nuestra imaginación, de un acto esforzado y comprometido para con su rastro incierto, de un ejercicio creativo de escucha y diálogo: de la especulación, la prolongación y la intensificación, al fin y al cabo. El fantasma se completa (o mejor dicho, nace) con nuestra visión, en el sentido de alucinación —a veces—, de la inteligencia creativa y la sublimación riesgosa de lo que no se puede decir ni representar a la manera en que dibujamos una cara familiar o contamos una historia conocida.
También se puede, en muchos casos, analizar la presencia del fantasma en las artes visuales con la manifestación y puesta en práctica de procesos como la desmaterialización, la destrucción o el apropiacionismo, que se han encargado de generar sus propias figuras espectrales. Estos y algunos otros senderos son los que caminan, labran, ensayan, desvían y redefinen lxs siguientes artistas, seleccionadxs como ejemplos (nunca ejemplarizantes) de ciertas poéticas espectrales que consideramos sugerentes, relevantes, a lo sumo dignas de mención:
Hito Steyerl (nacida en 1966 en Munich) realizaba, en 1988 Die leere Mitte (The Empty Centre) (1998), un documental de casi una década después de la caída del muro dedicado a una de las más famosas plazas de la ciudad: Postdamer Platz. En esta pieza, Steyerl habla sobre la memoria de un lugar fuertemente connotado por su inmediato pasado, por una historia cargada de hechos trágicos, poblada de fantasmas. Por otra parte, también se puede señalar su obra HOW NOT TO BE SEEN. A Fucking Didactic Educational .Mov File (2013), que sería expuesta en la muestra colectiva Low Visibility (2021), en en el Walker Art Center de Minneapolis (Minnesota): una muestra colectiva cuyo eje conceptual o idea fuerza comisarial hacía alusión a la urgencia por explorar la agencia de la visibilidad y la invisibilidad en un momento actual en el que la concesión de ser invisible no nos está permitida a casi ningunx. En este contexto expositivo, orientado a investigar en torno a la dialéctica visibilidad-invisibilidad e innovar en las tácticas de camuflaje en el mundo actual (una suerte de devenir fantasma), Hito Steyerl presentaba un pieza audiovisual de quince minutos de duración destinada a dar consejos para cualquiera que deseara volverse invisible (estructurada en cinco lecciones sobre invisibilidad), esto es, un manual de instrucciones para cualquiera que quisiera transmutarse de tanto en tanto en un ente fantasmal: un espectro inadvertido (I prefer not to be seen, proclama Steyerl desde la sombra).
Otro caso singular es el de Martha Rosler (Brooklyn, Nueva York, 1943) con su obra Unsettling the Fragments (2007). Frente a la amnesia que se impone en relación el pasado traumático, Rosler decidió en su intervención para los Sculpture Projects de Múnster (2007) convocar los fantasmas de ese pasado de la ciudad y, por extensión, de la historia de Alemania. Para ello resituó algunos restos históricos –conservados en la heterotopía museística local– en sus antiguas localizaciones, como una llamada al conocimiento in situ de aquellas historias traumáticas que se han preferido olvidar, pero que perviven de manera fantasmagórica.
Un caso también digno de mención es el del artista murciano Isidoro Valcárcel Medina con su obra La celosía (1972). Esta pieza audiovisual, pensada para los Encuentros de Pamplona, se presenta como los fantasmas, es decir, sin dejarse ver del todo, o casi nada. Se trata de un filme en el que no hay subtítulos y la película se reproduce mientras la voz de Isidoro Valcárcel Medina traduce lo que sucede en la imagen. Por otra parte, en 2006 el propio Isidoro realizaría en el MACBA un ejercicio fantasmal de camuflaje. Cuando Manuel Borja-Villel le expresó a Isidoro Valcárcel Medina su deseo de adquirir una obra suya para la colección permanente del MACBA, el artista accedió a realizar una obra que, sin embargo, no se pudiese coleccionar: pintar de blanco con el pincel más fino (de número 8) la pared (ya) blanca del MACBA. A través de esta acción (Muro pintado por el artista con el pincel del nº 8, entre los días 10 y 19 de 2006), el artista insistía en la necesaria liberación del arte, que debe reencontrarse con la vida y “aprender a vivir” con los fantasmas. Como demuestra Isidoro el fantasma es (o puede ser) escurridizo, una manera de jugar a escaparse de los clausurados habitáculos del museo (para volver a entrar más tarde, quizás), una estrategia para habitar o sobrepasar los muros de la institución sin apenas ser visto. En su caso, lo espectral desapercibido se impone a simple vista: (des)aparece ante nuestra mirada ignorante.
Otra artista de gran interés a este respecto es Roni Horn (Nueva York, 25 de septiembre de 1955). En la fantástica exposición de la artista neoyorquina en el Centro Botín (en Santander hasta el 10 de septiembre de 2023) se expone una obra inédita: Gold Mats, Paired (For Ross and Felix) (1994-2003), una delicada escultura posada sobre el suelo de la sala compuesta por dos láminas rectangulares de oro puro. Esta es una obra que Horn dedica a su difunto y buen amigo, el artista Félix González-Torres, y a su amante, Ross Laycock, y que hace alusión al amor, el duelo y la amistad. En este caso, el fantasma (los fantasmas), brillantes y fulgurantes, aparecen superpuestos, uno encima del otro, uno sobre el otro, abrazados. Así también, la multiplicidad en el retrato o la técnica de la duplicación, caracterizan la obra marcadamente espectral de la artista, donde la copia, el doble y la diferencia (aquello que difiere) asumen un papel fundamental.
No podíamos dejarnos en este listado (espectral) a la carrera a Félix González-Torres (Guáimaro, Cuba, 26 de noviembre de 1957 - Miami, 9 de enero de 1996). La figura fantasmal será elevada a un grado mayor de abstracción en la obra de Félix González-Torres, donde el cuerpo –tema recurrente en toda su producción– nunca se muestra realmente, sino que se insinúa. Así por ejemplo, en 2021 en Barcelona, en la exposición retrospectiva que el MACBA dedicó a su obra y figura (Felix Gonzalez-Torres. Política de la relación), nos encontrábamos con su famosa pieza Untitled (portrait of Ross in L. A., en la cual el fantasma de su querido Ross Laycock (muerto de SIDA, causa por la que también fallecería el propio González-Torres cinco años después que Ross) aparecía materializado en cierta medida bajo la forma de un montón de caramelos envueltos individualmente en envoltorios de varios colores. La obra se constituye cada vez que se exhibe con el peso en caramelos de Ross Laycock antes de morir (79kg) y este va disminuyendo a medida que los espectadores van cogiendo estos caramelos multicolor. Al día siguiente, los encargados de la sala o el museo reponen la obra: cada día, el cuerpo va desapareciendo lentamente para aparecer igual al día siguiente. El espectador es libre de coger uno (o todos los que desee) y llevárselo. Al interactuar, no sólo te llevas una parte de la obra; te llevas una parte del cuerpo de Ross, llevándote así también una parte del propio González-Torres. Te llevas al fantasma contigo. Este acto de llevarse el fantasma a casa, incluso de ingerirlo, de diseminarlo más allá del contexto expositivo, se interpreta también como un gesto de deseo que seduce tanto como desafía al espectador, siempre en un desesperado intento de rescatar constantemente a su amante del olvido que supone la muerte. El fantasma se manifiesta, pues, como la presencia del cuerpo ausente, en el caso de este creador.
Rachel Whiteread (Londres, 20 de abril de 1963) es sin duda otra artista que debemos mencionar y atender al hablar de artistas y fantasmas. Whiteread lo materializa (el fantasma) a través del objeto superviviente, testigo de una ausencia presente que estuvo llena de vida en su anterior vida. Aquí, la huella no es el objeto en sí, sino que se manifiesta precisamente a través de esos objetos: el fantasma es objetual, e invoca otros fantasmas corporales a través de la erosión que los mismos ejercen con el paso del tiempo sobre los objetos y espacios que lo rodean. El fantasma se manifiesta a través de lo que esconde, y no de lo que normalmente muestra. Los objetos y espacios de Whiteread son el recuerdo (momificado) de ambientes y elementos cotidianos que nos acompañan a lo largo de años, a veces vidas enteras. En 1990 (con tan solo 27 años) realizaría una de sus obras célebres, Ghost, que nacía con la intención de “momificar el aire de su habitación”, y que se llevó a cabo moldeando en yeso el interior de un salón victoriano del 486 de Archway Road, en el norte de Londres. De esta forma, Ghost creaba un objeto positivo del tamaño de una habitación a partir de un espacio negativo. El fantasma espacial, conceptual, ambiental, nacía y se petrificaba, condensando las memorias del entorno íntimo, capturando sus vivencias en yeso y al mismo tiempo haciéndolas inaccesibles (por lo menos parcialmente) al espectador. El fantasma, en este caso -al mismo tiempo solemne y táctil-, aparece bajo la forma de la momia. La artista recupera el origen escultórico de la momia, entendida como molde, contenedor inerte de algo vivo. De manera monumental pero liviana, emerge un espacio inhabitable, asediado por fantasmas, donde el tiempo dilatado queda condensado, el vacío solidificado. Javier Iáñez Picazo nos recuerda otra magnífica obra de Whiteread: “[…] el proyecto que Whiteread realizó para Trafalgar Square en Londres, titulado Untitled monument (2001), en el que un plinto realizado en piedra sostenía un mismo plinto a modo de espejo, realizado en resina. En este monumento al monumento, la artista evidencia más que nunca el concepto de monumento como homenaje al fantasma, como una realidad translúcida y luminosa que se eleva hacia el cielo, anclada a la otra cara de la realidad que es el objeto opaco e inerte”.
Otro caso de interés es el de Juan Muñoz (Madrid, 16 de junio de 1953-Ibiza, 28 de agosto de 2001). Juan Muñoz nos dejó demasiado pronto (a la temprana edad de 48 años), como también parece que lo hacen muchos de los personajes de sus obras –que no están en la sala pero de cuya presencia liviana somos conocedores—, como también creemos que sucede con el sonido en sus instalaciones —que parece haberse esfumado a nuestra entrada en la sala—. Sus esculturas nos ofrecen un testimonio fantasmal de la ausencia presente, una presencia incompleta; nos fuerzan a fabular, a continuar con el relato, a ser partícipes de la escena, aunque nunca como actores. Así sucede en la gran exposición recientemente inaugurada en el CA2M La hora violeta y en la muestra Juan Muñoz. Todo lo que veo me sobrevivirá (Sala Alcalá 31, Madrid, hasta el 9 de julio de 2023), cuyo título –cita de la poeta rusa Anna Ajmátova que el artista recogió en una de sus notas para la preparación de su última exposición en la Tate– parece proféticamente insinuar una existencia fantasmal póstuma, a la manera que se expresaba también Mallarmé cuando escribió: “De futuros espectros, nosotros somos la triste opacidad”. En este caso, en cambio, el lamento se transforma en un suspiro esperanzador, y la ausencia en su obra nos remite a una espera: la de que algo ocurra, algo se escuche, alguien se mueva o diga algo; “la de que alguien salga a reconocernos, la de que realmente sea la escultura la que venga a devolvernos la mirada […]”, escribe Manuel Segade, comisario de la muestra.
Debemos agradecer a Javier Iáñez Picazo por su generosa contribución y asesoramiento en esta sección, quien nos ha ilustrado sobre la obra y figura de Rachel Whiteread y Félix González-Torres en profundidad.
Se cuenta en Washington que Winston Churchill pidió a Franklin D. Roosevelt que le instalara en cualquier otro cuarto de la Casa Blanca: el primer ministro británico le dijo muy seriamente a su anfitrión que en el dormitorio de Lincoln había visto el fantasma del presidente de EE. UU. que liberó a los esclavos. También se cuenta que cuando Churchill fue interrogado en torno a su creencia o agnosticismo al respecto de la existencia de fantasmas, respondió afirmativamente y, seguidamente, al ser entonces forzado a exponer si había visto alguno a lo largo de su vida, este aclararía: “No, los verdaderos fantasmas no se ven.”
Son muchos las voces que han especulado, no solo en torno a la forma en la que se aparecen los fantasmas (su manifestación es súbita, fantasmática, repentina, sin previo aviso, se suele decir), sino también sobre cómo escuchar esas otras voces (fantasmales), es decir, sobre cómo relacionarnos con los fantasmas. Se nos ocurre pensar que una posible tentativa de aproximación dialógica tiene que comenzar sin un excesivo temor (quizás), pero con premura y atención a causa de su posible (repentina) desaparición; con seriedad y rigor (sobre todo), sin perderles el respeto, pero con ternura y delicadeza, devolviéndoles así el rumor que nos infunden, que arriba a nuestros oídos, que otros horizontes temporales traen al presente como una brisa que acaricia nuestra mejillas.
Ante esta toma de posición, frente a este posible encuentro y diálogo, existen perspectivas contrapuestas: por ejemplo, si seguimos a Roger Caillois, habría que tener cuidado cuando se juega con fantasmas, porque uno puede acabar convirtiéndose en uno de ellos. Resulta ciertamente peligroso quedarse anclado en un pasado nostálgico, vivido o no vivido, rememorado como un tiempo mejor cuyo retorno quizás se espere con un anhelo desmedido e incluso ansia. No es recomendable vivir melancólicamente rodeado de fantasmas si estos ahogan tu voz y frenan tus pasos, si estos marchitan tu esperanza de futuro. Decía a este respecto André Lepecki que, “una vez en el campo de los asuntos fantasmales, resulta muy difícil que no surja una especie de comunidad”. En cambio, esta no es una comunidad al uso, sino “una comunidad sin fines”, debido a que, como explicaría el sociólogo Avery Gordon a través del concepto de ghostly matter (“asunto fantasmal”) en su libro homónimo, “de esos finales que no han terminado es de lo que trata la aparición fantasmal”. De modo que, como punto de partida, si asumimos que el fantasma no se ha ido del todo, este escenario negaría rotundamente la presunta fijeza conclusiva del pasado para dar cabida a un tiempo inconcluso e inestable con el que se puede hablar y negociar a través de sus re-presentaciones fantasmales, que puede iluminarnos repentinamente con revelaciones (espectrales) transgresoras.
Resulta que, en ocasiones, cuando esta comunidad se fortalece, la del uno con el otro o los otros (los fantasmas), hay quien decide quedarse a vivir en ese espejismo espectral; hay quienes retoman ese final inacabado y lo prolongan sin otro interés que el de negar el presente acuciante; hay quienes acogen los augurios del futuro para vivir ciegamente sumidxs en la confianza del cumplimiento de las profecías advenedizas, cuyas voces suenan lo suficientemente convincentes como para ceder todo esfuerzo en nombre de su causa. Así, espectrologías como la de la fe en el progreso tecnocientífico nos excluyen de cualquier preocupación terrenal y relegan el compromiso y esfuerzo a un deus ex machina: su mesianismo garantizado todavía no llega, como Godot, pero debe estar al caer. O, por el contrario, un fantasma que también llega del futuro y cuyos lastímeros cánticos bloquean cualquier tipo de acción, reflexión e inflexión es aquel que nos reitera incesantemente a las nuevas generaciones que NO HAY FUTURO. Lo escuchamos aquí y allá, y más a lo lejos, en cada entrevista de trabajo y reunión familiar o con amigxs, y casi creemos que aquella máxima se ha convertido en nuestro nombre de pila, ya tatuada en nuestra piel.
Normal que nos asusten estos fantasmas del pasado y del futuro. Aunque, en realidad, sobre todo nos asustan aquellxs que deciden abrazarlos y acostarse junto a ellos a dormir plácidamente (en ocasiones seremos nosotrxs mismxs sujetos a este trance), anestesiadxs, sedadxs por sus efectos narcóticos, o paralizadxs, ansiosxs, frustradxs y desquiciadxs quizás por la espera, la larga tardanza (la del encuentro directo con el fantasma: algo imposible, por otra parte). Pero más aún nos debería asustar vivir cómo si no existieran fantasmas: esto sería, si cabe, mucho más terrorífico. Como todo acto de represión, el silencio requiere de una opresión previa. Y una vez instaurada, este garantiza la docilidad del fantasma, el acallamiento de las voces que nos llegan del más allá. De este modo, a pesar de la prescripción de Caillois y de la dificultad de hablar con los fantasmas (sin devenir uno de ellos), rogamos desde aquí un cuidado afectivo y concienzudo de sus demandas, una atención comprometida para con los fantasmas, como también nos rogaría Derrida, al formular su propuesta hauntológica fundada en un imperativo ético, en tanto que “ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido”.
“Que el diálogo con los fantasmas no te impida hablar con los vivos”, podría ser la máxima; “que las visiones espectrales no te impidan aprehender el tiempo que vives, incluso especular con el porvenir”, si se quiere reformular. O también: “que los fantasmas no te arrastren por entero a un tiempo pretérito (o venidero), a un punto de no retorno”; “que conversar con los fantasmas no se torne tradición, imperativo, norma, rutina”. Quizás se trate de evitar que el asedio inmovilice nuestros músculos, que las densas nubes fantasmales nublen por completo nuestro pensamiento y bloqueen por tanto nuestra (re)acción. Quizás no debamos evitar que los fantasmas nos den un poco de susto, de vez en cuando. Quizás cualquier diálogo fantasmal exija necesariamente de la sospecha de no estar llegando al fondo de la cuestión: una incertidumbre en los lenguajes, un extravío en el encuentro espectral, una imposibilidad de conocerlo todo, una necesidad de volver a encontrarse, sin que esta reiteración tome la forma compulsiva del eterno retorno sino la potencialidad impulsiva propiciada ante la urgencia relampagueante, que se enciende como una chispa en la oscuridad en el instante del peligro.
El artista y el fantasma. Poéticas espectrales
Si bien se puede —se debe— asumir la potencia que conlleva convocar fantasmas de memoria —como una fuerza social transformadora— en un ejercicio benjamiano de (des)montaje de la historia y de reparación dialéctica de la memoria de los oprimidos, de los vencidos, de los silenciados, tal y como señalábamos en el primer número del boletín de la mano de Coco Guzmán y Walid Raad, no debemos olvidar, como escribía Derrida en Espectros de Marx, que “el espectro también es, entre otras cosas, aquello que uno imagina, aquello que uno cree ver y que proyecta”. Así pues, cualquier relato de fantasmas fluctúa entre la veracidad de la historia, del documento, y la ficción del narrador que elabora el relato, entre lo fidedigno de la memoria y la alucinación de la experiencia, entre lo real y lo ficticio, pero también, entre lo posible y lo imposible. La (in)visibilidad del espectro favorece la especulación y proyecta escenarios, afectos, parentescos, iconos e imágenes nunca antes vistos ni experimentados.
De esta forma, si bien lo fantasmagórico se manifiesta como aparición (o re-aparición, mejor dicho), como revelación epifánica de lo que permanecía oculto, olvidado en la sombra, relegado a habitar la oscura desmemoria, buena parte de su potencia poética reside también en su ambigüedad, en la necesidad de un ejercicio imaginativo y proyectual a la hora de narrar los fantasmas, de otorgarles voz, lugar, relato —aunque nunca seamos capaces de darles un rostro—. El fantasma, por su ontología imprecisa y desleal, inasible y frágil, requiere de nuestra imaginación, de un acto esforzado y comprometido para con su rastro incierto, de un ejercicio creativo de escucha y diálogo: de la especulación, la prolongación y la intensificación, al fin y al cabo. El fantasma se completa (o mejor dicho, nace) con nuestra visión, en el sentido de alucinación —a veces—, de la inteligencia creativa y la sublimación riesgosa de lo que no se puede decir ni representar a la manera en que dibujamos una cara familiar o contamos una historia conocida.
También se puede, en muchos casos, analizar la presencia del fantasma en las artes visuales con la manifestación y puesta en práctica de procesos como la desmaterialización, la destrucción o el apropiacionismo, que se han encargado de generar sus propias figuras espectrales. Estos y algunos otros senderos son los que caminan, labran, ensayan, desvían y redefinen lxs siguientes artistas, seleccionadxs como ejemplos (nunca ejemplarizantes) de ciertas poéticas espectrales que consideramos sugerentes, relevantes, a lo sumo dignas de mención:
Hito Steyerl (nacida en 1966 en Munich) realizaba, en 1988 Die leere Mitte (The Empty Centre) (1998), un documental de casi una década después de la caída del muro dedicado a una de las más famosas plazas de la ciudad: Postdamer Platz. En esta pieza, Steyerl habla sobre la memoria de un lugar fuertemente connotado por su inmediato pasado, por una historia cargada de hechos trágicos, poblada de fantasmas. Por otra parte, también se puede señalar su obra HOW NOT TO BE SEEN. A Fucking Didactic Educational .Mov File (2013), que sería expuesta en la muestra colectiva Low Visibility (2021), en en el Walker Art Center de Minneapolis (Minnesota): una muestra colectiva cuyo eje conceptual o idea fuerza comisarial hacía alusión a la urgencia por explorar la agencia de la visibilidad y la invisibilidad en un momento actual en el que la concesión de ser invisible no nos está permitida a casi ningunx. En este contexto expositivo, orientado a investigar en torno a la dialéctica visibilidad-invisibilidad e innovar en las tácticas de camuflaje en el mundo actual (una suerte de devenir fantasma), Hito Steyerl presentaba un pieza audiovisual de quince minutos de duración destinada a dar consejos para cualquiera que deseara volverse invisible (estructurada en cinco lecciones sobre invisibilidad), esto es, un manual de instrucciones para cualquiera que quisiera transmutarse de tanto en tanto en un ente fantasmal: un espectro inadvertido (I prefer not to be seen, proclama Steyerl desde la sombra).
Otro caso singular es el de Martha Rosler (Brooklyn, Nueva York, 1943) con su obra Unsettling the Fragments (2007). Frente a la amnesia que se impone en relación el pasado traumático, Rosler decidió en su intervención para los Sculpture Projects de Múnster (2007) convocar los fantasmas de ese pasado de la ciudad y, por extensión, de la historia de Alemania. Para ello resituó algunos restos históricos –conservados en la heterotopía museística local– en sus antiguas localizaciones, como una llamada al conocimiento in situ de aquellas historias traumáticas que se han preferido olvidar, pero que perviven de manera fantasmagórica.
Un caso también digno de mención es el del artista murciano Isidoro Valcárcel Medina con su obra La celosía (1972). Esta pieza audiovisual, pensada para los Encuentros de Pamplona, se presenta como los fantasmas, es decir, sin dejarse ver del todo, o casi nada. Se trata de un filme en el que no hay subtítulos y la película se reproduce mientras la voz de Isidoro Valcárcel Medina traduce lo que sucede en la imagen. Por otra parte, en 2006 el propio Isidoro realizaría en el MACBA un ejercicio fantasmal de camuflaje. Cuando Manuel Borja-Villel le expresó a Isidoro Valcárcel Medina su deseo de adquirir una obra suya para la colección permanente del MACBA, el artista accedió a realizar una obra que, sin embargo, no se pudiese coleccionar: pintar de blanco con el pincel más fino (de número 8) la pared (ya) blanca del MACBA. A través de esta acción (Muro pintado por el artista con el pincel del nº 8, entre los días 10 y 19 de 2006), el artista insistía en la necesaria liberación del arte, que debe reencontrarse con la vida y “aprender a vivir” con los fantasmas. Como demuestra Isidoro el fantasma es (o puede ser) escurridizo, una manera de jugar a escaparse de los clausurados habitáculos del museo (para volver a entrar más tarde, quizás), una estrategia para habitar o sobrepasar los muros de la institución sin apenas ser visto. En su caso, lo espectral desapercibido se impone a simple vista: (des)aparece ante nuestra mirada ignorante.
Otra artista de gran interés a este respecto es Roni Horn (Nueva York, 25 de septiembre de 1955). En la fantástica exposición de la artista neoyorquina en el Centro Botín (en Santander hasta el 10 de septiembre de 2023) se expone una obra inédita: Gold Mats, Paired (For Ross and Felix) (1994-2003), una delicada escultura posada sobre el suelo de la sala compuesta por dos láminas rectangulares de oro puro. Esta es una obra que Horn dedica a su difunto y buen amigo, el artista Félix González-Torres, y a su amante, Ross Laycock, y que hace alusión al amor, el duelo y la amistad. En este caso, el fantasma (los fantasmas), brillantes y fulgurantes, aparecen superpuestos, uno encima del otro, uno sobre el otro, abrazados. Así también, la multiplicidad en el retrato o la técnica de la duplicación, caracterizan la obra marcadamente espectral de la artista, donde la copia, el doble y la diferencia (aquello que difiere) asumen un papel fundamental.
No podíamos dejarnos en este listado (espectral) a la carrera a Félix González-Torres (Guáimaro, Cuba, 26 de noviembre de 1957 - Miami, 9 de enero de 1996). La figura fantasmal será elevada a un grado mayor de abstracción en la obra de Félix González-Torres, donde el cuerpo –tema recurrente en toda su producción– nunca se muestra realmente, sino que se insinúa. Así por ejemplo, en 2021 en Barcelona, en la exposición retrospectiva que el MACBA dedicó a su obra y figura (Felix Gonzalez-Torres. Política de la relación), nos encontrábamos con su famosa pieza Untitled (portrait of Ross in L. A., en la cual el fantasma de su querido Ross Laycock (muerto de SIDA, causa por la que también fallecería el propio González-Torres cinco años después que Ross) aparecía materializado en cierta medida bajo la forma de un montón de caramelos envueltos individualmente en envoltorios de varios colores. La obra se constituye cada vez que se exhibe con el peso en caramelos de Ross Laycock antes de morir (79kg) y este va disminuyendo a medida que los espectadores van cogiendo estos caramelos multicolor. Al día siguiente, los encargados de la sala o el museo reponen la obra: cada día, el cuerpo va desapareciendo lentamente para aparecer igual al día siguiente. El espectador es libre de coger uno (o todos los que desee) y llevárselo. Al interactuar, no sólo te llevas una parte de la obra; te llevas una parte del cuerpo de Ross, llevándote así también una parte del propio González-Torres. Te llevas al fantasma contigo. Este acto de llevarse el fantasma a casa, incluso de ingerirlo, de diseminarlo más allá del contexto expositivo, se interpreta también como un gesto de deseo que seduce tanto como desafía al espectador, siempre en un desesperado intento de rescatar constantemente a su amante del olvido que supone la muerte. El fantasma se manifiesta, pues, como la presencia del cuerpo ausente, en el caso de este creador.
Rachel Whiteread (Londres, 20 de abril de 1963) es sin duda otra artista que debemos mencionar y atender al hablar de artistas y fantasmas. Whiteread lo materializa (el fantasma) a través del objeto superviviente, testigo de una ausencia presente que estuvo llena de vida en su anterior vida. Aquí, la huella no es el objeto en sí, sino que se manifiesta precisamente a través de esos objetos: el fantasma es objetual, e invoca otros fantasmas corporales a través de la erosión que los mismos ejercen con el paso del tiempo sobre los objetos y espacios que lo rodean. El fantasma se manifiesta a través de lo que esconde, y no de lo que normalmente muestra. Los objetos y espacios de Whiteread son el recuerdo (momificado) de ambientes y elementos cotidianos que nos acompañan a lo largo de años, a veces vidas enteras. En 1990 (con tan solo 27 años) realizaría una de sus obras célebres, Ghost, que nacía con la intención de “momificar el aire de su habitación”, y que se llevó a cabo moldeando en yeso el interior de un salón victoriano del 486 de Archway Road, en el norte de Londres. De esta forma, Ghost creaba un objeto positivo del tamaño de una habitación a partir de un espacio negativo. El fantasma espacial, conceptual, ambiental, nacía y se petrificaba, condensando las memorias del entorno íntimo, capturando sus vivencias en yeso y al mismo tiempo haciéndolas inaccesibles (por lo menos parcialmente) al espectador. El fantasma, en este caso -al mismo tiempo solemne y táctil-, aparece bajo la forma de la momia. La artista recupera el origen escultórico de la momia, entendida como molde, contenedor inerte de algo vivo. De manera monumental pero liviana, emerge un espacio inhabitable, asediado por fantasmas, donde el tiempo dilatado queda condensado, el vacío solidificado. Javier Iáñez Picazo nos recuerda otra magnífica obra de Whiteread: “[…] el proyecto que Whiteread realizó para Trafalgar Square en Londres, titulado Untitled monument (2001), en el que un plinto realizado en piedra sostenía un mismo plinto a modo de espejo, realizado en resina. En este monumento al monumento, la artista evidencia más que nunca el concepto de monumento como homenaje al fantasma, como una realidad translúcida y luminosa que se eleva hacia el cielo, anclada a la otra cara de la realidad que es el objeto opaco e inerte”.
Otro caso de interés es el de Juan Muñoz (Madrid, 16 de junio de 1953-Ibiza, 28 de agosto de 2001). Juan Muñoz nos dejó demasiado pronto (a la temprana edad de 48 años), como también parece que lo hacen muchos de los personajes de sus obras –que no están en la sala pero de cuya presencia liviana somos conocedores—, como también creemos que sucede con el sonido en sus instalaciones —que parece haberse esfumado a nuestra entrada en la sala—. Sus esculturas nos ofrecen un testimonio fantasmal de la ausencia presente, una presencia incompleta; nos fuerzan a fabular, a continuar con el relato, a ser partícipes de la escena, aunque nunca como actores. Así sucede en la gran exposición recientemente inaugurada en el CA2M La hora violeta y en la muestra Juan Muñoz. Todo lo que veo me sobrevivirá (Sala Alcalá 31, Madrid, hasta el 9 de julio de 2023), cuyo título –cita de la poeta rusa Anna Ajmátova que el artista recogió en una de sus notas para la preparación de su última exposición en la Tate– parece proféticamente insinuar una existencia fantasmal póstuma, a la manera que se expresaba también Mallarmé cuando escribió: “De futuros espectros, nosotros somos la triste opacidad”. En este caso, en cambio, el lamento se transforma en un suspiro esperanzador, y la ausencia en su obra nos remite a una espera: la de que algo ocurra, algo se escuche, alguien se mueva o diga algo; “la de que alguien salga a reconocernos, la de que realmente sea la escultura la que venga a devolvernos la mirada […]”, escribe Manuel Segade, comisario de la muestra.
Debemos agradecer a Javier Iáñez Picazo por su generosa contribución y asesoramiento en esta sección, quien nos ha ilustrado sobre la obra y figura de Rachel Whiteread y Félix González-Torres en profundidad.