La imagen es conocida: un hombre de aspecto elegante, a quien no vemos el rostro, apoya su cabeza sobre la mesa de un estudio mientras una nube de monstruitos (entre ellos búhos de aspecto maléfico, murciélagos gigantes y felinos peligrosos) le asedian insistentemente.
El durmiente parece no darse cuenta, aunque el vocerío debe ser tremendo. A pesar del gran estruendo de alaridos y graznidos, el señor trajeado descansa plácidamente, o eso parece a primera vista.
Fijémonos con atención: su postura parece demasiado perfecta, sospechosamente ornamentada. El gesto de la mano derecha, la composición de las piernas cruzadas… Ante esta gestualidad impostada, parecería evidente que finge, que (di)simula, que se hace el dormido, como el niño que pretende escaquearse de ir al colegio. Con ese acto, el hombre durmiente del grabado de Goya renegaría, en este caso, de la visión e impediría que el resto le vean, que el mundo le identifique como sujeto singular a partir de su rostro: su única voluntad sería pasar desapercibido, ausentarse por un tiempo indefinido, perderse entre sus folios, en sus escritos, en sus ideas, y no volver nunca más. Asustadizo, temeroso, aterrado, este personaje pretendería, en caso de que esta hipótesis fuera cierta, pasar desapercibido mientras los horrores más nefastos sobrevuelan a su alrededor, como el avestruz que hunde su cabeza en la tierra para desaparecer, por lo menos durante un tiempo. Mirándolo así, parece un absoluto cobarde.
También sorprende una cosa al ver el grabado y es que Goya, capaz de plasmar las mayores atrocidades humanas, las más monstruosas aberraciones (cuerpos troceados, cabezas sin cuerpo, etc.), la violencia más cruda y los mayores terrores visuales, no se esfuerza de ninguna manera en que los seres retratados sean excesivamente aterradores. Más bien al contrario, se tratan de monstruos muy poco monstruosos, de monstruitos que son en realidad animales conocidos: búhos, murciélagos, gatos… Si tienen algo de monstruoso, esto se debe a su disposición confabuladora y a su alterada conducta, pero no a la visibilización de una morfología abyecta. Es como si Goya nos quisiera transmitir que lo verdaderamente monstruoso no son aquellos monstruos que imaginamos en novelas y pintamos en algunos cuadros, sino nosotros mismos, nuestras hazañas terribles y nuestra inhumanidad flagrante.
Sea como fuere, nunca he querido leer en exceso sobre las múltiples interpretaciones que tiene este grabado. Siempre he preferido mantenerme en la incerteza, habitar la indecisión, cultivando con la ambigüedad el caudal infinito de la imaginación. De hecho, en mis primeras aproximaciones al grabado entendí una cosa y luego todo lo contrario. Primeramente, al contemplar aquellos búhos (animal insigne de la sabiduría y la ilustración) absolutamente enloquecidos y rabiosos, con sed de venganza, creí ver en esta escena una apología del saber racional. Así, el sueño de la razón vendría a significar el desvío de la razón, su puesta en suspense; de modo que este desafortunado tiempo ausentismo de la racionalidad conduciría a la aparición de todo tipo de monstruos. Dicho más claramente, esta interpretación vendría a argumentar que la ausencia de la razón produce monstruos, que la desconfianza del proyecto ilustrado de la ciencia acarrearía la peor de las situaciones en nuestra sociedad. El estado de reposo del hombre burgués que oculta su rostro (presuntamente por hallarse fatigado y dormido), quien se ausenta de las labores de escritura en las que justamente se hallaba, correspondería con esta interpretación según la cual la falta de disciplina racional atraería los horrores más infames y nauseabundos.
Por otra parte, recientemente, creí ver una interpretación opuesta: el sueño de la razón como una ilusión de la razón, una utopía imposible e indeseable. Esta interpretación me ha llevado a imaginar, incluso, que el ocultamiento del rostro del personaje responde a la urgencia por ocultar las lágrimas ante el fracaso irremediable de la razón en el mundo ilustrado. Aquel que todo lo confió al progreso de la ciencia, ahora se lamenta desconsoladamente al asistir a la caída de los grandes fundamentos, al ver cómo el nihilismo se abre paso a machetazos y el existencialismo inunda su pecho. Los grandes pilares inamovibles se han despedazado, después de todo. El llanto lastimero de aquel que llevó el sueño de la razón hasta sus últimas consecuencias, con la aparición de terroríficos mutantes, sería en tal caso el verdadero motivo del grabado.
Es así como la imagen se reescribe, se desencaja: las lágrimas mojan el papel y ablandan las palabras, donde está escrito todo lo que antaño resultó inconfundiblemente cierto, bello, verdadero, objetivo. Todo ello discurre hacia abajo, se escurre, junto con el flujo salado del Hombre. Todo ello desaparece y, aquí y allá, brotan seres mitológicos, fantásticos, monstruos en los que solo cabe confiar la enviable labor de ponerlo todo patas arriba.
Pero, como digo, esto solo son conjeturas capciosas, pensamientos caprichosos, nefastas interpretaciones, ensoñaciones monstruosas… Las unas contradicen a las otras de modo que finalmente todas ellas se enredan en una maraña ininteligible; las unas pugnan junto a las otras por vencer y convencer hasta que, después de todo, nada resulta razonable.
La imagen es conocida: un hombre de aspecto elegante, a quien no vemos el rostro, apoya su cabeza sobre la mesa de un estudio mientras una nube de monstruitos (entre ellos búhos de aspecto maléfico, murciélagos gigantes y felinos peligrosos) le asedian insistentemente.
El durmiente parece no darse cuenta, aunque el vocerío debe ser tremendo. A pesar del gran estruendo de alaridos y graznidos, el señor trajeado descansa plácidamente, o eso parece a primera vista.
Fijémonos con atención: su postura parece demasiado perfecta, sospechosamente ornamentada. El gesto de la mano derecha, la composición de las piernas cruzadas… Ante esta gestualidad impostada, parecería evidente que finge, que (di)simula, que se hace el dormido, como el niño que pretende escaquearse de ir al colegio. Con ese acto, el hombre durmiente del grabado de Goya renegaría, en este caso, de la visión e impediría que el resto le vean, que el mundo le identifique como sujeto singular a partir de su rostro: su única voluntad sería pasar desapercibido, ausentarse por un tiempo indefinido, perderse entre sus folios, en sus escritos, en sus ideas, y no volver nunca más. Asustadizo, temeroso, aterrado, este personaje pretendería, en caso de que esta hipótesis fuera cierta, pasar desapercibido mientras los horrores más nefastos sobrevuelan a su alrededor, como el avestruz que hunde su cabeza en la tierra para desaparecer, por lo menos durante un tiempo. Mirándolo así, parece un absoluto cobarde.
También sorprende una cosa al ver el grabado y es que Goya, capaz de plasmar las mayores atrocidades humanas, las más monstruosas aberraciones (cuerpos troceados, cabezas sin cuerpo, etc.), la violencia más cruda y los mayores terrores visuales, no se esfuerza de ninguna manera en que los seres retratados sean excesivamente aterradores. Más bien al contrario, se tratan de monstruos muy poco monstruosos, de monstruitos que son en realidad animales conocidos: búhos, murciélagos, gatos… Si tienen algo de monstruoso, esto se debe a su disposición confabuladora y a su alterada conducta, pero no a la visibilización de una morfología abyecta. Es como si Goya nos quisiera transmitir que lo verdaderamente monstruoso no son aquellos monstruos que imaginamos en novelas y pintamos en algunos cuadros, sino nosotros mismos, nuestras hazañas terribles y nuestra inhumanidad flagrante.
Sea como fuere, nunca he querido leer en exceso sobre las múltiples interpretaciones que tiene este grabado. Siempre he preferido mantenerme en la incerteza, habitar la indecisión, cultivando con la ambigüedad el caudal infinito de la imaginación. De hecho, en mis primeras aproximaciones al grabado entendí una cosa y luego todo lo contrario. Primeramente, al contemplar aquellos búhos (animal insigne de la sabiduría y la ilustración) absolutamente enloquecidos y rabiosos, con sed de venganza, creí ver en esta escena una apología del saber racional. Así, el sueño de la razón vendría a significar el desvío de la razón, su puesta en suspense; de modo que este desafortunado tiempo ausentismo de la racionalidad conduciría a la aparición de todo tipo de monstruos. Dicho más claramente, esta interpretación vendría a argumentar que la ausencia de la razón produce monstruos, que la desconfianza del proyecto ilustrado de la ciencia acarrearía la peor de las situaciones en nuestra sociedad. El estado de reposo del hombre burgués que oculta su rostro (presuntamente por hallarse fatigado y dormido), quien se ausenta de las labores de escritura en las que justamente se hallaba, correspondería con esta interpretación según la cual la falta de disciplina racional atraería los horrores más infames y nauseabundos.
Por otra parte, recientemente, creí ver una interpretación opuesta: el sueño de la razón como una ilusión de la razón, una utopía imposible e indeseable. Esta interpretación me ha llevado a imaginar, incluso, que el ocultamiento del rostro del personaje responde a la urgencia por ocultar las lágrimas ante el fracaso irremediable de la razón en el mundo ilustrado. Aquel que todo lo confió al progreso de la ciencia, ahora se lamenta desconsoladamente al asistir a la caída de los grandes fundamentos, al ver cómo el nihilismo se abre paso a machetazos y el existencialismo inunda su pecho. Los grandes pilares inamovibles se han despedazado, después de todo. El llanto lastimero de aquel que llevó el sueño de la razón hasta sus últimas consecuencias, con la aparición de terroríficos mutantes, sería en tal caso el verdadero motivo del grabado.
Es así como la imagen se reescribe, se desencaja: las lágrimas mojan el papel y ablandan las palabras, donde está escrito todo lo que antaño resultó inconfundiblemente cierto, bello, verdadero, objetivo. Todo ello discurre hacia abajo, se escurre, junto con el flujo salado del Hombre. Todo ello desaparece y, aquí y allá, brotan seres mitológicos, fantásticos, monstruos en los que solo cabe confiar la enviable labor de ponerlo todo patas arriba.
Pero, como digo, esto solo son conjeturas capciosas, pensamientos caprichosos, nefastas interpretaciones, ensoñaciones monstruosas… Las unas contradicen a las otras de modo que finalmente todas ellas se enredan en una maraña ininteligible; las unas pugnan junto a las otras por vencer y convencer hasta que, después de todo, nada resulta razonable.