Pablo López, Fantasma de la masculinidad, 2019-2020
Es julio de 2009, muere Michael Jackson y, mediante un extraño movimiento esotérico de mudanza corporal, su espíritu se instala en mi cuerpo. Este genera un profundo interés en mis músculos y articulaciones por recrear aquellos pasos que los restos de Michael ya no pueden ejercitar. Así pues, me esmero en aprender las coreografías del artista muerto, sin otro fin que reproducirlas, esperando su aprobación desde el más allá.
Es septiembre de 2009, tengo 13 años, hace unas semanas que he empezado primero de la ESO y, aunque mi cuerpo es más parecido al del niño de primaria que era hacía pocos meses, el espíritu que me mueve ya es otro. Esta puede que sea la razón por la que, a través de movimientos involuntarios o, al menos, no regidos por la razón, mis músculos y articulaciones comienzan a perpetrar aquellos pasos que el espíritu de Michael les introdujo, formando una precisa coreografía en el patio del instituto, seguida de un preciso corrillo de cientos de alumnos espectadores de la posesión. Tras esta, desde la dirección del instituto se dicta que ese no es el espíritu que debe regir los comportamientos del alumnado, y por tanto se me amonesta y se prohíbe bailar en el patio.
Es la madrugada de cualquier día de mayo de 2016, tengo 21 años y estoy entrando a la discoteca Potemkim con el único fin de ser poseído. Ya dentro, los espíritus me rodean y penetran, imbuyendo en mi cuerpo gestualidades, actitudes y movimientos que no me pertenecen, que nos pertenecen a todos, y que fluyen a través de las carnes de los cientos de asistentes a la fiesta. Los espíritus han escapado de los cuerpos de miles de artistas, –algunos muertos, otros vivos desalmados–, y se han ubicado en el éter del ambiente viajando a través de distintas tecnologías de ouija: dispositivos móviles, televisiones y escenarios enredados con lives de conciertos, videoclips, photoshoots y películas de ficción. Pasan horas mientras mi cuerpo alberga los shufflings de LMFAO, los movimientos de Snoop Dogg y otras muchas identidades que no soy capaz de reconocer.
A la mañana del día siguiente, la posesión continúa en forma de resaca. Mi cuerpo sigue albergando a miles de fantasmas; ahora otros, que me indican cómo proceder y qué actitud tomar para solventar este malestar. Continuo realizando coreografías aprendidas, de la cama al sofá y del sofá a la cama. Mis manos viajan desde mi pene al teléfono para pedir una pizza o unos porros al tele-camello. Sé lo que debo hacer de forma inconsciente, guiado por otros, por un pasado de entes con resaca que me han precedido y que, sin yo solicitarlo, mueven mis músculos, deseos e ideas.
Sin embargo, y aunque estemos todos sumergidos en el mismo éter, los fantasmas que nos poseen no son los mismos. Los fantasmas, de la misma forma que las coreografías, son el resultado de una serie de tecnologías políticas. Los conceptos de identidad, historia y moral son aquellos que dan forma a los fantasmas, que se incuban en los cuerpos mediáticos, en los cuerpos históricos, en las películas, canciones y piezas teatrales. Los fantasmas que te poseen son dependientes de tu identidad de género y sexual, de tu etnia, de tu religión, de tu condición ciudadana y socioeconómica.
Y, aunque yo haya circunscrito mis experiencias de posesión a la danza, los procesos coreográficos que perpetran los fantasmas influyen en cada gesto y decisión “propias y personales” que he tomado desde que tengo uso de razón. Los fantasmas son móviles, van cambiando de ámbito de actuación en el tiempo y, como los insectos que polinizan, mueven los gestos desde una posición a otra, desde un ámbito a otro. Así es como me doy cuenta de que aquellos gestos que me inculcó el espíritu de Michael Jackson se habían posado antes sobre las representaciones visuales que tenemos de los colonizadores españoles en América. Michael señala al mismo punto que Colón, a la conquista violenta del territorio, con independencia de que este sea un continente o una pista de baile. En ambos casos, la gestualidad no es otra que la de una posición de poder.
Pablo López, Fantasma de la masculinidad, 2019-2020
Reviso las encarnaciones que reproduje la noche anterior y empiezo a percibir cómo el éter se vuelve denso, generando una estela oscura, un hilo negro que conecta los bailes de rock con las coreografías de los desfiles militares, que también me conecta con la visión panóptica, con representaciones de monarcas y, en definitiva, con una nítida representación de poder y visibilidad masculina. Los miles de fantasmas que me penetran lo hacen enroscados, formando una maroma, con la que me atan a la historia de mi identidad y al resto de chicos que me rodean, vivos, muertos y por venir. Esta cuerda es la de la masculinidad hegemónica, estoy poseído por un fantasma de masculinidad.
En los años siguientes y hasta la actualidad, estoy inmerso en un proceso de exorcismo que con el que busco liberarme de la carga histórica e identitaria que suponen estos fantasmas. Este consiste en dejarme poseer por otras identidades, por otros espíritus que no me corresponden. Consiste en buscarlo, buscar la diferencia y celebrarla, encontrar en mi los espíritus que parecen no encajar con la identidad de género que se me ha asignado y traerlos al primer plano, invitándoles a fluir por mis músculos, deseos e ideas. Para ello, subo a lo más alto y hago sesiones con exorcistas drag en templos kitsch; me arrastro por el suelo tragandome la tierra de los deseos más inconfesables y me dejo poseer por lo fantasmagórico de sus tinieblas aceptando lo que hay de muerto en mi. Más camp, más camp, más camp.
Pablo López, Fantasma de la masculinidad, 2019-2020
Es julio de 2009, muere Michael Jackson y, mediante un extraño movimiento esotérico de mudanza corporal, su espíritu se instala en mi cuerpo. Este genera un profundo interés en mis músculos y articulaciones por recrear aquellos pasos que los restos de Michael ya no pueden ejercitar. Así pues, me esmero en aprender las coreografías del artista muerto, sin otro fin que reproducirlas, esperando su aprobación desde el más allá.
Es septiembre de 2009, tengo 13 años, hace unas semanas que he empezado primero de la ESO y, aunque mi cuerpo es más parecido al del niño de primaria que era hacía pocos meses, el espíritu que me mueve ya es otro. Esta puede que sea la razón por la que, a través de movimientos involuntarios o, al menos, no regidos por la razón, mis músculos y articulaciones comienzan a perpetrar aquellos pasos que el espíritu de Michael les introdujo, formando una precisa coreografía en el patio del instituto, seguida de un preciso corrillo de cientos de alumnos espectadores de la posesión. Tras esta, desde la dirección del instituto se dicta que ese no es el espíritu que debe regir los comportamientos del alumnado, y por tanto se me amonesta y se prohíbe bailar en el patio.
Es la madrugada de cualquier día de mayo de 2016, tengo 21 años y estoy entrando a la discoteca Potemkim con el único fin de ser poseído. Ya dentro, los espíritus me rodean y penetran, imbuyendo en mi cuerpo gestualidades, actitudes y movimientos que no me pertenecen, que nos pertenecen a todos, y que fluyen a través de las carnes de los cientos de asistentes a la fiesta. Los espíritus han escapado de los cuerpos de miles de artistas, –algunos muertos, otros vivos desalmados–, y se han ubicado en el éter del ambiente viajando a través de distintas tecnologías de ouija: dispositivos móviles, televisiones y escenarios enredados con lives de conciertos, videoclips, photoshoots y películas de ficción. Pasan horas mientras mi cuerpo alberga los shufflings de LMFAO, los movimientos de Snoop Dogg y otras muchas identidades que no soy capaz de reconocer.
A la mañana del día siguiente, la posesión continúa en forma de resaca. Mi cuerpo sigue albergando a miles de fantasmas; ahora otros, que me indican cómo proceder y qué actitud tomar para solventar este malestar. Continuo realizando coreografías aprendidas, de la cama al sofá y del sofá a la cama. Mis manos viajan desde mi pene al teléfono para pedir una pizza o unos porros al tele-camello. Sé lo que debo hacer de forma inconsciente, guiado por otros, por un pasado de entes con resaca que me han precedido y que, sin yo solicitarlo, mueven mis músculos, deseos e ideas.
Sin embargo, y aunque estemos todos sumergidos en el mismo éter, los fantasmas que nos poseen no son los mismos. Los fantasmas, de la misma forma que las coreografías, son el resultado de una serie de tecnologías políticas. Los conceptos de identidad, historia y moral son aquellos que dan forma a los fantasmas, que se incuban en los cuerpos mediáticos, en los cuerpos históricos, en las películas, canciones y piezas teatrales. Los fantasmas que te poseen son dependientes de tu identidad de género y sexual, de tu etnia, de tu religión, de tu condición ciudadana y socioeconómica.
Y, aunque yo haya circunscrito mis experiencias de posesión a la danza, los procesos coreográficos que perpetran los fantasmas influyen en cada gesto y decisión “propias y personales” que he tomado desde que tengo uso de razón. Los fantasmas son móviles, van cambiando de ámbito de actuación en el tiempo y, como los insectos que polinizan, mueven los gestos desde una posición a otra, desde un ámbito a otro. Así es como me doy cuenta de que aquellos gestos que me inculcó el espíritu de Michael Jackson se habían posado antes sobre las representaciones visuales que tenemos de los colonizadores españoles en América. Michael señala al mismo punto que Colón, a la conquista violenta del territorio, con independencia de que este sea un continente o una pista de baile. En ambos casos, la gestualidad no es otra que la de una posición de poder.
Pablo López, Fantasma de la masculinidad, 2019-2020
Reviso las encarnaciones que reproduje la noche anterior y empiezo a percibir cómo el éter se vuelve denso, generando una estela oscura, un hilo negro que conecta los bailes de rock con las coreografías de los desfiles militares, que también me conecta con la visión panóptica, con representaciones de monarcas y, en definitiva, con una nítida representación de poder y visibilidad masculina. Los miles de fantasmas que me penetran lo hacen enroscados, formando una maroma, con la que me atan a la historia de mi identidad y al resto de chicos que me rodean, vivos, muertos y por venir. Esta cuerda es la de la masculinidad hegemónica, estoy poseído por un fantasma de masculinidad.
En los años siguientes y hasta la actualidad, estoy inmerso en un proceso de exorcismo que con el que busco liberarme de la carga histórica e identitaria que suponen estos fantasmas. Este consiste en dejarme poseer por otras identidades, por otros espíritus que no me corresponden. Consiste en buscarlo, buscar la diferencia y celebrarla, encontrar en mi los espíritus que parecen no encajar con la identidad de género que se me ha asignado y traerlos al primer plano, invitándoles a fluir por mis músculos, deseos e ideas. Para ello, subo a lo más alto y hago sesiones con exorcistas drag en templos kitsch; me arrastro por el suelo tragandome la tierra de los deseos más inconfesables y me dejo poseer por lo fantasmagórico de sus tinieblas aceptando lo que hay de muerto en mi. Más camp, más camp, más camp.