“Lo más llamativo de los monumentos es que uno no se da cuenta de ellos”, escribía el austriaco Robert Musil en 1927. Hay esculturas que están en la ciudad, pero de las que no cobramos consciencia de su presencia en el espacio urbano hasta que no las retiran y queda entonces un vacío en la plaza o en la calle (o en la rotonda, donde quiera que estén); otras de cuya existencia nos damos cuenta sólo cuando están en obras, o cuando se cubren para ser trasladadas, como un cadáver inerte, como un fantasma a punto de despertar. Los monumentos y los fantasmas, las esculturas y los espectros, dialogan de múltiples formas. Lo que aquí y ahora narramos es solamente una de ellas.
Como si de una de las obras monumentales de la pareja de artistas Christo y Jeanne-Claude se tratara (una de esas instalaciones en las que envuelven edificios, monumentos o esculturas ubicadas en el espacio público, como sucedía en 2021 con el Arco de Triunfo de París), hasta hace no mucho hemos podido contemplar en la Puerta del Sol de Madrid un inquietante fantasma: un monumento escultórico velado del que intuíamos una naturaleza ecuestre. Este era un monumento-fantasma, llamémoslo así. Aunque, en cierto sentido, todo monumento es un monumento-fantasma, en la medida en que restituye una figura o personaje célebre fallecido —en la mayoría de los casos— o debido a que conmemora un evento histórico pasado, un ideal de antaño o una utopía perdida por el camino; es decir, en la medida en que homenajea a un espectro de nuestra memoria colectiva que nos persigue y al que impedimos descansar tranquilo y en paz. De esta forma, el monumento, en tanto que monumento-fantasma, bajo la apariencia escultórica y en plena ciudad, nos recuerda siempre a un tiempo lejano (o no tan lejano) y construye un relato de voces, ideales y emblemas a simple vista, para todxs y en nombre de todxs.
A pesar de su supuesta invisibilidad, muchas veces resulta imposible apartar la mirada; es el caso de la compulsiva repetición de las esculturas de las Meninas en la ciudad de Madrid. El fantasma pesadillesco de las Meninas, además de reiterante (o justamente por eso mismo), trata de constituirse como marca o emblema identitario de Madrid. Asumiendo la lógica del trauma (que en este caso vendría a ser la falta de identidad de Madrid –ciudad definida desde tiempo atrás por su notable carencia de identidad cultural, tal y como identifica Pablo Caldera en su maravilloso texto “Teoría de la Menina”–), este espectro reaparece compulsivamente, en cada rincón, en cada esquina, bajo la apariencia colorida y chillona, horrenda y kitsch. Nada que ver tiene esto con el arte público. En este caso, el fantasma de las Meninas busca grabarse en el inconsciente social de los ciudadanos madrileños como imagen de la Cultura, pero únicamente alcanza la categoría de souvenir hortera, a lo sumo.
También se debe señalar que su forma de habitar el espacio público, además de ser chillona y espectacular, aleatoria y violenta, impositiva y fulgurante, tiene que ver con una cierta deriva espectral, una ontología fantasmal, en la medida en que las esculturas van y vienen, están unos meses y desaparecen luego: “Las meninas están, son, viven entre nosotros. Se reproducen. A veces desaparecen en verano, y con la caída de las hojas de los plátanos de sombra vuelven a Madrid”, explica Pablo. Pero volvamos al fantasma que ahora nos concierne. Más allá de este fantasma Made in Madrid que trata de imponerse como coartada estética mediante “la celebración del vacío”, esa “figurita cursi y reiterativa” que nos recuerda la patente y consabida desidentificación madrileña, esa carencia de seña identitaria, otro fantasma, menos colorido este, pero más agigantado (más fantasmal en su apariencia, si se quiere), habitaba durante las últimas semanas la concurrida Puerta del Sol, centro geográfico de nuestro país. A caballo, ha permanecido velada durante meses, bajo un manto blanco de plástico, una escultura de origen y naturaleza incierta. Bajo las sábanas misteriosas… Carlos III.
Como las Meninas, que van y vienen, que nunca se quedan más de unos meses a vivir con nosotrxs (por fortuna, aunque sepamos de su retorno próximo), también los monumentos cambian de emplazamiento, cumpliéndose aquello de que “la ciudad nunca duerme”. En la Puerta del Sol, la estatua ecuestre de Carlos III ha sido reubicada con la remodelación de la Plaza, con el fin de otorgarle mayor relevancia y visibilidad al monumento del rey Carlos III a caballo, conocido como “el mejor alcalde de Madrid”. A veces se trata de esta movilidad urbana la que motiva esta apariencia fantasmal (con tal de evitar desperfectos en el traslado), pero en otros casos es la propia inclemencia climática la que fuerza este devenir-fantasma de las esculturas y monumentos, como sucedería en Barcelona en 2021 cuando cuatro de las seis esculturas de la base del monumento de Colón tuvieron que ser envueltas, por protección, como lo habría hecho el propio Christo.
En aquel momento, principios de mayo de hace dos años, José Ángel Montañés titulaba en El País un artículo de la siguiente manera: Christo resucitado, y hacía referencia a que la protección del monumento de Jacint Verdaguer de Barcelona recordaba a los intentos de artista búlgaro de empaquetar el de Colón en 1976 y 1984. Por desgracia Christo (Gabrovo, Bulgaria, 13 de junio de 1935 - Nueva York, Estados Unidos, 31 de mayo de 2020), que había fallecido justo un año antes, no pudo contemplar aquella ironía del destino. Previamente, en ambas ocasiones, en 1976 y 1984, se le fue negada la posibilidad de empaquetar el monumento de Colón de Barcelona. En los bocetos conservados de la acción, que a punto estuvo de efectuarse, vemos una escultura de Colón con la apariencia de un fantasma perdido, que señala al aire sin tener mucha idea de adonde dirige su dedo índice, como embriagado o extraviado, angustiado por la ceguera ocasionada por la lona; un fantasma “absurdo” y “ridículo” (tal y como lo definió Ricardo de Churruca y Colón de Carvajal, descendiente de Colón, quien pidió en una carta al director que no se secundara esta idea de empaquetamiento artístico); un fantasma que, al mismo tiempo (y quizás fuese esta la razón determinante de ambas negativas, la del 76 y la del 84) recordaba a la ciudadanía la condición espectral del colonialismo, su fantasmagoría latente (“Un fantasma no muere jamás, siempre está por aparecer y por (re)aparecer”, explicaba Derrida), y de igual forma, la necesidad de cubrir con un manto opaco la genuina historicidad de la barbarie acontecida. Quizás, en cambio, simplemente se tratara de esa pérdida de seriedad que tanto ha preocupado a la monumentalidad patriótica, lo infantil del gesto incomprendido de cubrir algo que ha nacido para ser visto –para estar a la vista y ser revisitado– lo que determinara la negativa a Christo. Entre lo patético y lo inquietante, lo insólito y lo dramático, su fuerza poética habría sido infinita.
“El empaquetado del monumento de Jacint Verdaguer es una intervención puramente preventiva, sin ese componente romántico”, explicaba en su día el arquitecto Eduard Melè, de la dirección de Arquitectura y Patrimonio del Ayuntamiento de Barcelona. De la misma forma, la actuación preventiva de la estatua ecuestre de Carlos III, movido a unos pocos metros de su anterior ubicación en la Puerta del Sol, nacía con esa finalidad meramente utilitaria y de prevención y, sin embargo, somos muchxs los que hemos visto un fantasma, un Christo, un monumento-fantasma, allí donde no estaba sucediendo nada fuera de lo normal, nada paranormal o excesivamente inquietante. Somos muchxs “románticos” los que vemos fantasmas en la ciudad, a plena luz del día. Muchos los que nos asustamos caminando por las calles, a pie de calle, cuando se nos aparece lo cotidiano como un espectro aterrador: una Menina de El Hormiguero, un caballo envasado al vacío a modo de espectro patético, un enorme monumento velado que pulula de aquí a allá, que no descansa, ni nos deja descansar a nosotrxs.
“Lo más llamativo de los monumentos es que uno no se da cuenta de ellos”, escribía el austriaco Robert Musil en 1927. Hay esculturas que están en la ciudad, pero de las que no cobramos consciencia de su presencia en el espacio urbano hasta que no las retiran y queda entonces un vacío en la plaza o en la calle (o en la rotonda, donde quiera que estén); otras de cuya existencia nos damos cuenta sólo cuando están en obras, o cuando se cubren para ser trasladadas, como un cadáver inerte, como un fantasma a punto de despertar. Los monumentos y los fantasmas, las esculturas y los espectros, dialogan de múltiples formas. Lo que aquí y ahora narramos es solamente una de ellas.
Como si de una de las obras monumentales de la pareja de artistas Christo y Jeanne-Claude se tratara (una de esas instalaciones en las que envuelven edificios, monumentos o esculturas ubicadas en el espacio público, como sucedía en 2021 con el Arco de Triunfo de París), hasta hace no mucho hemos podido contemplar en la Puerta del Sol de Madrid un inquietante fantasma: un monumento escultórico velado del que intuíamos una naturaleza ecuestre. Este era un monumento-fantasma, llamémoslo así. Aunque, en cierto sentido, todo monumento es un monumento-fantasma, en la medida en que restituye una figura o personaje célebre fallecido —en la mayoría de los casos— o debido a que conmemora un evento histórico pasado, un ideal de antaño o una utopía perdida por el camino; es decir, en la medida en que homenajea a un espectro de nuestra memoria colectiva que nos persigue y al que impedimos descansar tranquilo y en paz. De esta forma, el monumento, en tanto que monumento-fantasma, bajo la apariencia escultórica y en plena ciudad, nos recuerda siempre a un tiempo lejano (o no tan lejano) y construye un relato de voces, ideales y emblemas a simple vista, para todxs y en nombre de todxs.
A pesar de su supuesta invisibilidad, muchas veces resulta imposible apartar la mirada; es el caso de la compulsiva repetición de las esculturas de las Meninas en la ciudad de Madrid. El fantasma pesadillesco de las Meninas, además de reiterante (o justamente por eso mismo), trata de constituirse como marca o emblema identitario de Madrid. Asumiendo la lógica del trauma (que en este caso vendría a ser la falta de identidad de Madrid –ciudad definida desde tiempo atrás por su notable carencia de identidad cultural, tal y como identifica Pablo Caldera en su maravilloso texto “Teoría de la Menina”–), este espectro reaparece compulsivamente, en cada rincón, en cada esquina, bajo la apariencia colorida y chillona, horrenda y kitsch. Nada que ver tiene esto con el arte público. En este caso, el fantasma de las Meninas busca grabarse en el inconsciente social de los ciudadanos madrileños como imagen de la Cultura, pero únicamente alcanza la categoría de souvenir hortera, a lo sumo.
También se debe señalar que su forma de habitar el espacio público, además de ser chillona y espectacular, aleatoria y violenta, impositiva y fulgurante, tiene que ver con una cierta deriva espectral, una ontología fantasmal, en la medida en que las esculturas van y vienen, están unos meses y desaparecen luego: “Las meninas están, son, viven entre nosotros. Se reproducen. A veces desaparecen en verano, y con la caída de las hojas de los plátanos de sombra vuelven a Madrid”, explica Pablo. Pero volvamos al fantasma que ahora nos concierne. Más allá de este fantasma Made in Madrid que trata de imponerse como coartada estética mediante “la celebración del vacío”, esa “figurita cursi y reiterativa” que nos recuerda la patente y consabida desidentificación madrileña, esa carencia de seña identitaria, otro fantasma, menos colorido este, pero más agigantado (más fantasmal en su apariencia, si se quiere), habitaba durante las últimas semanas la concurrida Puerta del Sol, centro geográfico de nuestro país. A caballo, ha permanecido velada durante meses, bajo un manto blanco de plástico, una escultura de origen y naturaleza incierta. Bajo las sábanas misteriosas… Carlos III.
Como las Meninas, que van y vienen, que nunca se quedan más de unos meses a vivir con nosotrxs (por fortuna, aunque sepamos de su retorno próximo), también los monumentos cambian de emplazamiento, cumpliéndose aquello de que “la ciudad nunca duerme”. En la Puerta del Sol, la estatua ecuestre de Carlos III ha sido reubicada con la remodelación de la Plaza, con el fin de otorgarle mayor relevancia y visibilidad al monumento del rey Carlos III a caballo, conocido como “el mejor alcalde de Madrid”. A veces se trata de esta movilidad urbana la que motiva esta apariencia fantasmal (con tal de evitar desperfectos en el traslado), pero en otros casos es la propia inclemencia climática la que fuerza este devenir-fantasma de las esculturas y monumentos, como sucedería en Barcelona en 2021 cuando cuatro de las seis esculturas de la base del monumento de Colón tuvieron que ser envueltas, por protección, como lo habría hecho el propio Christo.
En aquel momento, principios de mayo de hace dos años, José Ángel Montañés titulaba en El País un artículo de la siguiente manera: Christo resucitado, y hacía referencia a que la protección del monumento de Jacint Verdaguer de Barcelona recordaba a los intentos de artista búlgaro de empaquetar el de Colón en 1976 y 1984. Por desgracia Christo (Gabrovo, Bulgaria, 13 de junio de 1935 - Nueva York, Estados Unidos, 31 de mayo de 2020), que había fallecido justo un año antes, no pudo contemplar aquella ironía del destino. Previamente, en ambas ocasiones, en 1976 y 1984, se le fue negada la posibilidad de empaquetar el monumento de Colón de Barcelona. En los bocetos conservados de la acción, que a punto estuvo de efectuarse, vemos una escultura de Colón con la apariencia de un fantasma perdido, que señala al aire sin tener mucha idea de adonde dirige su dedo índice, como embriagado o extraviado, angustiado por la ceguera ocasionada por la lona; un fantasma “absurdo” y “ridículo” (tal y como lo definió Ricardo de Churruca y Colón de Carvajal, descendiente de Colón, quien pidió en una carta al director que no se secundara esta idea de empaquetamiento artístico); un fantasma que, al mismo tiempo (y quizás fuese esta la razón determinante de ambas negativas, la del 76 y la del 84) recordaba a la ciudadanía la condición espectral del colonialismo, su fantasmagoría latente (“Un fantasma no muere jamás, siempre está por aparecer y por (re)aparecer”, explicaba Derrida), y de igual forma, la necesidad de cubrir con un manto opaco la genuina historicidad de la barbarie acontecida. Quizás, en cambio, simplemente se tratara de esa pérdida de seriedad que tanto ha preocupado a la monumentalidad patriótica, lo infantil del gesto incomprendido de cubrir algo que ha nacido para ser visto –para estar a la vista y ser revisitado– lo que determinara la negativa a Christo. Entre lo patético y lo inquietante, lo insólito y lo dramático, su fuerza poética habría sido infinita.
“El empaquetado del monumento de Jacint Verdaguer es una intervención puramente preventiva, sin ese componente romántico”, explicaba en su día el arquitecto Eduard Melè, de la dirección de Arquitectura y Patrimonio del Ayuntamiento de Barcelona. De la misma forma, la actuación preventiva de la estatua ecuestre de Carlos III, movido a unos pocos metros de su anterior ubicación en la Puerta del Sol, nacía con esa finalidad meramente utilitaria y de prevención y, sin embargo, somos muchxs los que hemos visto un fantasma, un Christo, un monumento-fantasma, allí donde no estaba sucediendo nada fuera de lo normal, nada paranormal o excesivamente inquietante. Somos muchxs “románticos” los que vemos fantasmas en la ciudad, a plena luz del día. Muchos los que nos asustamos caminando por las calles, a pie de calle, cuando se nos aparece lo cotidiano como un espectro aterrador: una Menina de El Hormiguero, un caballo envasado al vacío a modo de espectro patético, un enorme monumento velado que pulula de aquí a allá, que no descansa, ni nos deja descansar a nosotrxs.