Ahora que estamos a las puertas de la celebración de la tercera edición, volvemos la mirada atrás, al que fuera el texto que dio el pistoletazo de salida de las primeras jornadas en la presentación de las mismas y donde se exponía la razón de ser de invertebrados. He aquí un breve extracto editado del mismo (su totalidad se puede consultar aquí)
“Quizás puedo empezar diciendo que estas Jornadas, sin saber que serían Jornadas, sin saber que llegarían a ser algo más que una tentativa, un intento de algo, como muchos otros algos que quedaron por el camino, nacen a partir del hartazgo, desde el hastío, la precariedad, fruto de la impotencia, a causa de una honda sensación de extravío y malestar. Pero también nacen, y no me olvido de ello, de la ternura y el afecto, de la necesidad de escuchar y compartir, de una cierta deuda con mi hogar, de un compromiso con lo local. Nacen como una reivindicación de un pensamiento fuera del centro, descentrado; contra la madrificación de todo, las prácticas, los discursos, los pensamientos, las palabras…
Nacen con la valiente, o mejor dicho insolente, voluntad de romper con lo mismo, de no decir lo mismo, de arriesgarse y seguramente fracasar, fracasar mejor, con el tiempo. Pero quizás, sobre todo, surgen, como decía, a causa de una fatiga omnipresente, de una inestabilidad punzante, de esa desesperante situación en la que muchos, muchas, se encuentran, nos encontramos cuando tratamos de pensar sin saber cómo, para qué, desde dónde, hacia dónde, con quién. Quiero decir, estas Jornadas surgen, brotan, debido al deseo de escribir y no encontrar más que palabras desgastadas que me traicionan, que no dicen nada, o que dicen algo que no quiero decir, y que ya no sé decir. Nacen, pues, de esa zozobra del cuerpo y la mente, de esa pena profunda por la situación de muchos y muchas, y al mismo tiempo, insisto, también de una pasión desbordante, de una pulsión convencida –concienzuda, esforzada– por reivindicar un decir en común, un pensar en común, que busca reunir, compartir, quebrar, abrazar, intensificar, prolongar, entrecruzar, exponer, disentir, diferir, ampliar, trascender. De todo ello, por todo ello, nace Invertebrados, a causa de un estado, sensación y deseo al que todavía hoy me cuesta nombrar, entender, poner palabras, y al que doy gracias, a veces, estas es una de esas veces, pocas veces.
Con frecuencia escuchamos términos como “precariedad”, “disidencia”, “futuros posibles”, “contemporáneo”, “afectos”, “vulnerabilidad”, “archivo”. Con frecuencia yo también me los oigo decir, me oigo a mí mismo desgastándolos, aún más, prostituyéndolos, aún más, y así también a mí mismo, que me digo “precario”, que me nombro “disidente”, que me postulo “contemporáneo” y afectivo, o afectuoso –según el día–, que también me digo “vulnerable” y que viajo al archivo, que imagino y duermo en el archivo, que me atrinchero en el archivo. Y os confieso ahora que cuando digo todo esto no sé qué digo, qué me digo, qué os digo, y sobre todo, qué hace falta decir, qué se puede decir, cuándo se debe decir, cómo se debe decir, desde dónde, hacia dónde, para quién, por cuánto tiempo. Por ello, un día me dije que debía poner algo en movimiento, y quizás –debí pensar–, en ese algo yo solo fuera como el médico que avisa de un malestar sin darle solución, sin ofrecer una cura, o mejor, como la abuela que reúne a sus familiares para darles una sorpresa. Y resulta, en efecto, que un día al fin me decido a dejar de utilizar esas palabras que nos rebosan entre los dientes y que se nos escapan por la boca como escupitajos.
Con frecuencia las palabras se despegan de aquellos que las reclaman como autores. Y entonces, estas palabras –despegadas, desapegadas, perversas–, estos términos, los que antes enunciaba y muchos otros, se desgastan hasta perder su significado, su sentido, su rumbo, incluso su potencia, su fuerza, su deseo. Y entonces aquello que parecía sólido, vertebrado y rígido, referencia para tal o cual discurso, institución o corriente, se diluye, se invertebra y resbala por la mesa, por el folio. Cuando lo quiero mirar, coger, mimar, ya es otra cosa. Y, al tratar de alcanzarlo, constantemente se fuga, se me escurre entre las manos como una babosa. De esa imposibilidad de asir –con las manos–, de tocar, acariciar y aprehender –con las manos–, de decir –con las manos–, nacen también estas Jornadas. O, mejor dicho, de un querer dejar de asir, de sustituir el asir por el agrietar, por el escurrir –el escurrirme, el escurrirnos–, de un cobrar consciencia en el último año de que siempre se escribe con los otros, de que siempre se lee en compañía. Y entonces, debí pensar un día, por qué no invertebrar, desmembrar, remembrar, escurrir, agrietar. Inevitable fugarse, escapar de todo (de Madrid por supuesto) y ser blanditos, torpes, insatisfechos, peligrosos. “Solo se puede ser peligroso desde el margen”, creo que le oí decir a alguien, algún día. Me parece que tiene sentido, algo de sentido, sentido.
Con frecuencia, las vértebras del discurso bajan por la colina como la columna vertebral que baja por la espalda, que se repite en cada espalda, que se camufla como el cocodrilo en el agua, pero que está ahí, que permanece bajo la piel, en el centro, centrada, tótem, sostén, viga. Con frecuencia recorro esas vértebras del discurso a lo largo de un texto, de un libro, de un catálogo, de varios al mismo tiempo, y al leer saltando, paso por encima de esas vértebras; camino brincando sin provocar gran estruendo, sin pararme mucho tiempo a tomar aire, como quien salta a la rayuela. Sí, algo así, como quien salta a la rayuela, sabiendo dónde irá cada pie, sabiendo de la certeza de cada paso, de cada movimiento, de cada salto, de cada gesto poético. Y me da vértigo esa seguridad tan confortable, tan reconfortante, tan monótona, tan irreflexiva. 1,2,3… un leve tropiezo; 4,5,6… sin mirar a los lados, solo al suelo; 7,8,9… Y vuelta a empezar.
Con frecuencia me gustaría imaginar, imaginar de verdad, imaginar huyendo, imaginar cambiando de cuerpo, de voz, de palabras, de espalda, sin vértebras. Con frecuencia, pensé en algún momento, me gustaría imaginar y hablar un dialecto invertebrado, dar vida a un pensamiento invertebrado que, usando las palabras del mundo (o quizás inventando otras nuevas) fuese capaz de decir otra cosa, mirar de otra forma (quizás boca abajo); que fuese capaz de sentir de otra forma, desde una esquina, un rincón, un hueco, y hacerlo estallar todo desde ese lugar recóndito, inhóspito, o al menos hacer tambalear los muros que nos mantienen a refugio, a resguardo, sin temor, ni temblores.
Con frecuencia, me imagino invertebrado. En esos momentos, me gustaría carecer de columna vertebral que sostenga mi cerebro, mi cráneo, para que este caiga al suelo como una pelota de tenis y rebote hacia arriba más tarde, y entonces: un pensamiento, una nueva idea. Me gustaría caer y no levantarme nunca. Mirar desde allí abajo, desde el suelo, a ras de suelo, y desplazarme así, reptando. Eso es, imaginarme reptando, o sobrevolando los edificios. Con frecuencia, me imagino invertebrado: medusa, abeja, gusano, libélula, en el barro, en el fango, en el agua, por el aire. Y me imagino sin ese sostén estático que recubre la médula espinal, esto es, a la intemperie, sin palabras, sin mundo, con todo por decir, por hacer, y con el empuje de un viento irrefrenable; me imagino sin columna, incapaz de mantener el centro de gravedad, de mantenerme de pie, erguido, derecho, firme, racional, ordenado, organizado, riguroso, precavido, preciso, conciso, articulado. Con frecuencia me imagino a la deriva, en un desvío constante y cayendo; cayendo hasta el final, cayendo como nunca se cae, pues siempre caemos a medias. Me imagino cayendo y rebotando desde lo hondo, desde las entrañas, o quedándome allí, en la oscuridad, a hurgar, expoliar y explorar, a habitar durante un tiempo, a habitar como ese guerrillero ontológico del que hablaba Hakim Bey, aquel que ataca y escapa, aquel que vive desapareciendo, que se hace invisible pero poderoso, pero fantástico.
Con frecuencia me imagino invertebrado; me imagino otro, hecho de otros, y eso me fascina. Sucede de hecho, que estas Jornadas Invertebrados lo son así, invertebradas, porque consisten en eso mismo, una manifestación coral, una expresión plural, enmarañada, entretejida, atravesada, ajardinada. Esta fue desde el principio la piedra angular de las jornadas: pensar en común, compartiendo un mismo espacio, un mismo tiempo. Algo tan simple como eso y, sin embargo, tan inusual, creo.
[…]
Todo proceso de invertebración requiere de un desmembramiento, de una renuncia a uno mismo, de una apertura al otro, a lo otro –que conforma lo uno–, de un sentir con otros, pensar con otros, de una afección plural, una vulnerabilidad inevitable. Pensarse invertebrado, por tanto, requiere de un ejercicio imposible, impensable, improbable: dejar de pensarse uno, para comenzar a imaginarse –a proyectarse– más allá de sí, de forma entrelazada: atender al rastro, seguir el rastro –el del uno en el otro, el del otro en el uno–. Sobre la estrecha relación entre el ser y el seguir –entre el uno y el otro puestos en movimiento, en contacto–, Derrida decía que ser (algo, alguien) consiste siempre en estar siguiendo (a algo, a alguien), estar siempre respondiendo a la llamada de algo. Ser es seguir, es devenir, es rastrear sin pausa: invertebrarse-desmembrarse-remembrarse. Ese ejercicio nos obliga a perseverar en nuestra fragilidad, a afirmar nuestra debilidad, pues somos los otros, los otros nos atraviesan. Otros hablan por nosotros. Hablamos con los otros, incluso cuando estos no están.
Quizás sea ese rastro el que siempre haya que seguir: el que todavía no se ha recorrido, que solamente se ha señalado, advertido, apuntado, que solo se ha iniciado temerosamente. Un rastro que, en ocasiones, no tiene huella, o cuya impronta vibra reluciente y aspira a ser un indicio de futuro, una proyección palpitante, un espectro por-venir.
Un último apunte. Siempre me han fascinado las babosas. Desde muy pequeño me ha maravillado seguir el rastro de la babosa por la montaña, de atrás hacia adelante o de adelante hacia atrás, es decir, en ausencia del animal, sin llegar a encontrarlo a veces, o en su presencia, cuando me topaba en mi camino con su cuerpo negruzco y viscoso y era entonces cuando comenzaba mi rastreo. Una vez encontrada a la babosa, desandaba su rastro cristalino y brillante hasta finalmente perder la pista de su huella en la montaña. Su fulgor, su transparencia, siempre me ha interpelado de una forma casi mágica, fantástica, y es que resulta asombroso contemplar la capacidad que tienen las cosas, los cuerpos, de manifestarse sin estar presentes, de invertebrarse en el tiempo y el espacio. Esa invertebración conducía, en el caso de la babosa, a otra muy distinta –la mía– que, al seguir la pista, al caminar su rastro, me volvía babosa, baboseaba, es decir, devenía babosa, por así decirlo. Esa forma de ser como rastrear, como un invertebrar(se), es la que se procura en esta publicación, con el anhelo de que sus textos conduzcan hacia lugares a los que solo el rastro lleva, reluciendo entre las sombras, como fulgura el rastro de la babosa, con una potencia insospechada”.
Ahora que estamos a las puertas de la celebración de la tercera edición, volvemos la mirada atrás, al que fuera el texto que dio el pistoletazo de salida de las primeras jornadas en la presentación de las mismas y donde se exponía la razón de ser de invertebrados. He aquí un breve extracto editado del mismo (su totalidad se puede consultar aquí)
“Quizás puedo empezar diciendo que estas Jornadas, sin saber que serían Jornadas, sin saber que llegarían a ser algo más que una tentativa, un intento de algo, como muchos otros algos que quedaron por el camino, nacen a partir del hartazgo, desde el hastío, la precariedad, fruto de la impotencia, a causa de una honda sensación de extravío y malestar. Pero también nacen, y no me olvido de ello, de la ternura y el afecto, de la necesidad de escuchar y compartir, de una cierta deuda con mi hogar, de un compromiso con lo local. Nacen como una reivindicación de un pensamiento fuera del centro, descentrado; contra la madrificación de todo, las prácticas, los discursos, los pensamientos, las palabras…
Nacen con la valiente, o mejor dicho insolente, voluntad de romper con lo mismo, de no decir lo mismo, de arriesgarse y seguramente fracasar, fracasar mejor, con el tiempo. Pero quizás, sobre todo, surgen, como decía, a causa de una fatiga omnipresente, de una inestabilidad punzante, de esa desesperante situación en la que muchos, muchas, se encuentran, nos encontramos cuando tratamos de pensar sin saber cómo, para qué, desde dónde, hacia dónde, con quién. Quiero decir, estas Jornadas surgen, brotan, debido al deseo de escribir y no encontrar más que palabras desgastadas que me traicionan, que no dicen nada, o que dicen algo que no quiero decir, y que ya no sé decir. Nacen, pues, de esa zozobra del cuerpo y la mente, de esa pena profunda por la situación de muchos y muchas, y al mismo tiempo, insisto, también de una pasión desbordante, de una pulsión convencida –concienzuda, esforzada– por reivindicar un decir en común, un pensar en común, que busca reunir, compartir, quebrar, abrazar, intensificar, prolongar, entrecruzar, exponer, disentir, diferir, ampliar, trascender. De todo ello, por todo ello, nace Invertebrados, a causa de un estado, sensación y deseo al que todavía hoy me cuesta nombrar, entender, poner palabras, y al que doy gracias, a veces, estas es una de esas veces, pocas veces.
Con frecuencia escuchamos términos como “precariedad”, “disidencia”, “futuros posibles”, “contemporáneo”, “afectos”, “vulnerabilidad”, “archivo”. Con frecuencia yo también me los oigo decir, me oigo a mí mismo desgastándolos, aún más, prostituyéndolos, aún más, y así también a mí mismo, que me digo “precario”, que me nombro “disidente”, que me postulo “contemporáneo” y afectivo, o afectuoso –según el día–, que también me digo “vulnerable” y que viajo al archivo, que imagino y duermo en el archivo, que me atrinchero en el archivo. Y os confieso ahora que cuando digo todo esto no sé qué digo, qué me digo, qué os digo, y sobre todo, qué hace falta decir, qué se puede decir, cuándo se debe decir, cómo se debe decir, desde dónde, hacia dónde, para quién, por cuánto tiempo. Por ello, un día me dije que debía poner algo en movimiento, y quizás –debí pensar–, en ese algo yo solo fuera como el médico que avisa de un malestar sin darle solución, sin ofrecer una cura, o mejor, como la abuela que reúne a sus familiares para darles una sorpresa. Y resulta, en efecto, que un día al fin me decido a dejar de utilizar esas palabras que nos rebosan entre los dientes y que se nos escapan por la boca como escupitajos.
Con frecuencia las palabras se despegan de aquellos que las reclaman como autores. Y entonces, estas palabras –despegadas, desapegadas, perversas–, estos términos, los que antes enunciaba y muchos otros, se desgastan hasta perder su significado, su sentido, su rumbo, incluso su potencia, su fuerza, su deseo. Y entonces aquello que parecía sólido, vertebrado y rígido, referencia para tal o cual discurso, institución o corriente, se diluye, se invertebra y resbala por la mesa, por el folio. Cuando lo quiero mirar, coger, mimar, ya es otra cosa. Y, al tratar de alcanzarlo, constantemente se fuga, se me escurre entre las manos como una babosa. De esa imposibilidad de asir –con las manos–, de tocar, acariciar y aprehender –con las manos–, de decir –con las manos–, nacen también estas Jornadas. O, mejor dicho, de un querer dejar de asir, de sustituir el asir por el agrietar, por el escurrir –el escurrirme, el escurrirnos–, de un cobrar consciencia en el último año de que siempre se escribe con los otros, de que siempre se lee en compañía. Y entonces, debí pensar un día, por qué no invertebrar, desmembrar, remembrar, escurrir, agrietar. Inevitable fugarse, escapar de todo (de Madrid por supuesto) y ser blanditos, torpes, insatisfechos, peligrosos. “Solo se puede ser peligroso desde el margen”, creo que le oí decir a alguien, algún día. Me parece que tiene sentido, algo de sentido, sentido.
Con frecuencia, las vértebras del discurso bajan por la colina como la columna vertebral que baja por la espalda, que se repite en cada espalda, que se camufla como el cocodrilo en el agua, pero que está ahí, que permanece bajo la piel, en el centro, centrada, tótem, sostén, viga. Con frecuencia recorro esas vértebras del discurso a lo largo de un texto, de un libro, de un catálogo, de varios al mismo tiempo, y al leer saltando, paso por encima de esas vértebras; camino brincando sin provocar gran estruendo, sin pararme mucho tiempo a tomar aire, como quien salta a la rayuela. Sí, algo así, como quien salta a la rayuela, sabiendo dónde irá cada pie, sabiendo de la certeza de cada paso, de cada movimiento, de cada salto, de cada gesto poético. Y me da vértigo esa seguridad tan confortable, tan reconfortante, tan monótona, tan irreflexiva. 1,2,3… un leve tropiezo; 4,5,6… sin mirar a los lados, solo al suelo; 7,8,9… Y vuelta a empezar.
Con frecuencia me gustaría imaginar, imaginar de verdad, imaginar huyendo, imaginar cambiando de cuerpo, de voz, de palabras, de espalda, sin vértebras. Con frecuencia, pensé en algún momento, me gustaría imaginar y hablar un dialecto invertebrado, dar vida a un pensamiento invertebrado que, usando las palabras del mundo (o quizás inventando otras nuevas) fuese capaz de decir otra cosa, mirar de otra forma (quizás boca abajo); que fuese capaz de sentir de otra forma, desde una esquina, un rincón, un hueco, y hacerlo estallar todo desde ese lugar recóndito, inhóspito, o al menos hacer tambalear los muros que nos mantienen a refugio, a resguardo, sin temor, ni temblores.
Con frecuencia, me imagino invertebrado. En esos momentos, me gustaría carecer de columna vertebral que sostenga mi cerebro, mi cráneo, para que este caiga al suelo como una pelota de tenis y rebote hacia arriba más tarde, y entonces: un pensamiento, una nueva idea. Me gustaría caer y no levantarme nunca. Mirar desde allí abajo, desde el suelo, a ras de suelo, y desplazarme así, reptando. Eso es, imaginarme reptando, o sobrevolando los edificios. Con frecuencia, me imagino invertebrado: medusa, abeja, gusano, libélula, en el barro, en el fango, en el agua, por el aire. Y me imagino sin ese sostén estático que recubre la médula espinal, esto es, a la intemperie, sin palabras, sin mundo, con todo por decir, por hacer, y con el empuje de un viento irrefrenable; me imagino sin columna, incapaz de mantener el centro de gravedad, de mantenerme de pie, erguido, derecho, firme, racional, ordenado, organizado, riguroso, precavido, preciso, conciso, articulado. Con frecuencia me imagino a la deriva, en un desvío constante y cayendo; cayendo hasta el final, cayendo como nunca se cae, pues siempre caemos a medias. Me imagino cayendo y rebotando desde lo hondo, desde las entrañas, o quedándome allí, en la oscuridad, a hurgar, expoliar y explorar, a habitar durante un tiempo, a habitar como ese guerrillero ontológico del que hablaba Hakim Bey, aquel que ataca y escapa, aquel que vive desapareciendo, que se hace invisible pero poderoso, pero fantástico.
Con frecuencia me imagino invertebrado; me imagino otro, hecho de otros, y eso me fascina. Sucede de hecho, que estas Jornadas Invertebrados lo son así, invertebradas, porque consisten en eso mismo, una manifestación coral, una expresión plural, enmarañada, entretejida, atravesada, ajardinada. Esta fue desde el principio la piedra angular de las jornadas: pensar en común, compartiendo un mismo espacio, un mismo tiempo. Algo tan simple como eso y, sin embargo, tan inusual, creo.
[…]
Todo proceso de invertebración requiere de un desmembramiento, de una renuncia a uno mismo, de una apertura al otro, a lo otro –que conforma lo uno–, de un sentir con otros, pensar con otros, de una afección plural, una vulnerabilidad inevitable. Pensarse invertebrado, por tanto, requiere de un ejercicio imposible, impensable, improbable: dejar de pensarse uno, para comenzar a imaginarse –a proyectarse– más allá de sí, de forma entrelazada: atender al rastro, seguir el rastro –el del uno en el otro, el del otro en el uno–. Sobre la estrecha relación entre el ser y el seguir –entre el uno y el otro puestos en movimiento, en contacto–, Derrida decía que ser (algo, alguien) consiste siempre en estar siguiendo (a algo, a alguien), estar siempre respondiendo a la llamada de algo. Ser es seguir, es devenir, es rastrear sin pausa: invertebrarse-desmembrarse-remembrarse. Ese ejercicio nos obliga a perseverar en nuestra fragilidad, a afirmar nuestra debilidad, pues somos los otros, los otros nos atraviesan. Otros hablan por nosotros. Hablamos con los otros, incluso cuando estos no están.
Quizás sea ese rastro el que siempre haya que seguir: el que todavía no se ha recorrido, que solamente se ha señalado, advertido, apuntado, que solo se ha iniciado temerosamente. Un rastro que, en ocasiones, no tiene huella, o cuya impronta vibra reluciente y aspira a ser un indicio de futuro, una proyección palpitante, un espectro por-venir.
Un último apunte. Siempre me han fascinado las babosas. Desde muy pequeño me ha maravillado seguir el rastro de la babosa por la montaña, de atrás hacia adelante o de adelante hacia atrás, es decir, en ausencia del animal, sin llegar a encontrarlo a veces, o en su presencia, cuando me topaba en mi camino con su cuerpo negruzco y viscoso y era entonces cuando comenzaba mi rastreo. Una vez encontrada a la babosa, desandaba su rastro cristalino y brillante hasta finalmente perder la pista de su huella en la montaña. Su fulgor, su transparencia, siempre me ha interpelado de una forma casi mágica, fantástica, y es que resulta asombroso contemplar la capacidad que tienen las cosas, los cuerpos, de manifestarse sin estar presentes, de invertebrarse en el tiempo y el espacio. Esa invertebración conducía, en el caso de la babosa, a otra muy distinta –la mía– que, al seguir la pista, al caminar su rastro, me volvía babosa, baboseaba, es decir, devenía babosa, por así decirlo. Esa forma de ser como rastrear, como un invertebrar(se), es la que se procura en esta publicación, con el anhelo de que sus textos conduzcan hacia lugares a los que solo el rastro lleva, reluciendo entre las sombras, como fulgura el rastro de la babosa, con una potencia insospechada”.